La Puerta de la Luz y otros relatos

02.09.2011 12:17

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:

 

LA PUERTA DE LA LUZ

Y OTROS RELATOS.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AUTOR:

 

ANTONIO MANUEL REINA LÓPEZ

 

 

 

 

 

 

© Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción parcial y/o total.

Registro Propiedad Intelectual Inscripción N.° 199534


 


PRÓLOGO.

 

Aunque soy español, natural de Barcelona, después de seis años viviendo en Temuco (Chile), las creencias supersticiosas, esotéricas y paranormales tan abundantes en la Araucanía; junto con mis valores cristianos, pensamientos, vivencias y miedos, forman parte del humus del que nacen estas historias de ficción.

 

Espero que sirvan para provocar diálogo y reflexión, sobre todo en los jóvenes, pues son principalmente el público al que me dirijo (aunque tal vez se les indigeste un poco el último relato, algo más denso filosóficamente que el resto), sin embargo, pienso que esta obra puede gustar también a los adultos de todas las edades.

 

La Puerta de la Luz es el fruto conclusivo de todas las reflexiones que en mí provocó la lectura de Una espiritualidad desde abajo, de Anselm Grün[1]. Con el tiempo, este relato se convertiría en el título de este libro, y el que ocupa el primer lugar, debido a que en efecto, es la puerta que abre a la comprensión del resto, pues en todos se habla de las luces y las sombras del género humano y se apuntan caminos de integración sanadora.

 

Mi enemigoLa obsesión del anillo versan sobre la fragilidad de nuestra conciencia y de la razón como paradigma en el que sostenerlo todo, como ingenuamente pregonaba el iluminismo francés del siglo de las luces. A menudo damos por “ciertas y seguras” muchas realidades que no lo son tanto, sobre todo si tenemos en cuenta el papel de filtro que juega la mente, a la hora de percibir lo que nos rodea. ¿Qué es lo real? ¿Podemos estar seguros de que la realidad es tal y como la captamos por nuestros sentidos? La meditación sobre estas preguntas ha cristalizado en estos dos relatos de intriga, que buscan abrir al lector al misterio que nos envuelve cada día de nuestra existencia, donde, la fe en Dios, vivida con humildad y tolerancia, aparece como única luz, en la oscuridad posmoderna de la total ausencia de certezas, el relativismo nihilista o el fanatismo religioso.

 

Carnívoro nos interroga sobre si es posible que en la especie humana se esté dando una involución hacia una especie más salvaje y carente por completo de  valores morales. Sin una cultura y una educación que abra al amor y a la trascendencia, como diría Hobbes: “el hombre se convierte en lobo para el otro hombre”.

 

Invisible es un relato que presenta y desarrolla, desde un argumento fantasioso, el drama de la soledad y el aislamiento en que viven muchos jóvenes chilenos cuando dejan sus pueblos o ciudades natales para estudiar en la Universidad.

 

Si pudiera correr más narra la conversión a la solidaridad, de una persona que vive obsesionada y seducida por el afán competitivo e individualista, tan frecuente en la actual sociedad.

 

Amenazado de muerte. Un relato en el que expresé mi experiencia de acompañar en el dolor a personas que perdieron algún ser querido y entran en dudas o hasta en crisis de fe. Los argumentos con que suelo tratar de consolar a mis hermanos sufrientes, están concentrados en este escrito.

 

Memorias de una vagabunda, es un cuento profundamente ecologista. Tal vez me pasé con el tono, tan ácido, crítico y pesimista, pero de vez en cuando un remezón a las conciencias hace bien, en los tiempos que corren. Hemos de salvar a la Madre Tierra, antes de que los seres humanos la depredemos sin piedad, movidos por un desmedido afán de poder y de lucro que no tiene escrúpulos, ni responsabilidad ni vergüenza alguna.

 

Las pruebas de Artelek, En este relato me explayo sobre algunas de mis convicciones en cuanto a materia creativa se refiere. Ante todo hay que ser fiel a uno mismo y expresar aquello que realmente nace de lo profundo del corazón, sin importar éxitos o fracasos, fama u anonimato. La creación artística tiene sentido en sí misma y contribuye a la Belleza del mundo, por lo que, sin duda, sirve también para extender el Reinado de Dios, pues Él nos erigió en cocreadores y juntos colaboramos en la maravillosa transformación del orden temporal, hasta que Dios lo sea todo en todos (1 Cor 15, 28).

 

En Martirio quise hablar sobre algunas de mis convicciones más profundas, sobre todo de la importancia de la constancia, la perseverancia y la fidelidad en lo poco, si aspiramos a conseguir cosas grandes para el Reino de Dios. Cada cual debe esforzarse en lo que esté en su mano hacer, pues de eso nos pedirá Dios cuentas, al final de nuestras vidas.

 

El ajedrecista siniestro. Ahí expreso mis convicciones sobre la fe y la necesidad de ésta para encontrar sentido a la vida y también hago un homenaje a una de mis pasiones: el ajedrez, un juego que considero una genial mezcla de arte, deporte y ciencia.

 

 

Temuco, 25 de enero 2011


LA PUERTA DE LA LUZ.

 

La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma” Isaac de Nínive.

 

En el planeta Tenebra (que antiguamente, se llamaba Iluminia, por estar siempre brillante y luminoso, como un sol) la gente se desesperaba por encontrar la Puerta de la Luz, pero hasta ahora nadie había encontrado la manera. Los tenebrinos vivían en la más absoluta oscuridad y los espectros tragaluces gobernaban el mundo y emergían constantemente del Cráter Negro, para devorar cuantos haces de luz pillaran por delante.

 

La tragedia de Tenebra se remontaba a tiempos antiguos, en el que los Iluminios (pues así se llamaban los nativos de Iluminia) prendados y hechizados por el poder de la Luz, decidieron desterrar la oscuridad y también las sombras que sus propios cuerpos proyectaban. Lejos de conseguir lo pretendido, rompieron el equilibrio cósmico y en su planeta se originó así el Cráter Negro, un lugar pestilente y sórdido, de donde emanaron sin cesar abominaciones y fantasmas que devoraban la luz con un hambre insaciable. Iluminia pasó a llamarse Tenebra y quedó sumida en una sempiterna y cerrada Noche.

 

Algunos, los más ancianos del lugar, aseguraban que en algún momento nacería en el pueblo alguien con un don especial, capaz de encontrar el camino y devolver la luz y el equilibrio a Tenebra. Las profecías hablaban de la Puerta de la Luz, un lugar oculto en el planeta que solamente el Elegido podría conocer y penetrar para restablecer la gloria luminosa de antaño. Mientras tanto, había que pertrecharse y protegerse contra los espectros y vivir lo más alejado posible del Cráter Negro y sus alrededores. Es por eso que los espectros dominaban ya la mitad del hemisferio de aquel mundo y seguían avanzando, peligrosamente.

 

Habían pasado siglos de oscuridad, pero cuando los tenebrinos ocupaban ya solamente un tercio del planeta, amedrentados y arrinconados por los espectros, ocurrió algo que habría de cambiar para siempre el curso de la historia. Un niño nació con una singular característica: emitía luz propia, sin depender de ningún sol ni fuente que lo llenara de energía. Nunca antes había sucedido esto, y algunos pensaron que por fin se estaban cumpliendo las profecías tanto tiempo esperadas por el pueblo. Ante el posible ataque de los espectros, el niño fue custodiado y vivió oculto durante muchos años. Hasta que después de un largo período en el que fue madurando y descubriendo la misión para la que había nacido, se decidió a proclamar a los cuatro vientos, la verdad que había venido a decir al mundo: el secreto del equilibrio, el modo de recuperar la luz de antaño, la puerta que tantos buscaron sin éxito para devolver al mundo su antiguo resplandor.

 

Entonces, después de tanto tiempo de espera y de esperanza, el Elegido convocó a todos a una reunión en el monte más alto de Tenebra y allí les reveló el camino, el lugar exacto donde dirigirse para hallar la Puerta de la Luz.

 

Unos imaginaban el lugar entre las nubes encumbradas del monte más alto, otros creían que estaría escondida en las profundidades del mar, algunos la pensaban encontrar dentro del fuego que emanaba de los volcanes del Norte y muchos  especulaban sobre muy diversos territorios, pero siempre eran sitios donde los tenebrinos jamás habían llegado por estar fuera de su alcance y posibilidades.

 

Cuando llegó la hora de la Revelación todos estaban expectantes. ¿Dónde estaría la Puerta? ¿Y cómo llegar hasta ella? Eran las preguntas que los sabios habían tratado de averiguar desde los orígenes de Tenebra.

 

Y al fin, el Elegido habló.

 

Pero su mensaje fue realmente desconcertante, diferente a lo que los tenebrinos habían imaginado por siglos. El Elegido les dijo que la Puerta de la Luz siempre estuvo allí, pero nadie supo verla: En el Cráter Negro. Cada cual debía armarse de valor y rescatar su sombra, aprender a vivir con ella pegada a los talones y ayudar a los demás a hacer lo mismo. Sólo así se restablecería el equilibrio y Tenebra volvería a brillar como antaño, recuperando su verdadero nombre.

 

El desconcierto y el revuelo armado fue máximo: Esto no era lo que se esperaba oír. La gente pensaba que el Elegido lograría devolver la Luz a Tenebra de un modo espectacular y fulminante, allí mismo, con un prodigioso milagro. ¿Acaso no era el Elegido y brillaba con luz propia? Pero esta predicación nueva sonó a fraude y herejía. La mayoría se marchó a casa decepcionada y entristecida, otros más iracundos, insultaron al Elegido y algunos hasta le tiraron piedras. Sin embrago unos pocos atrevidos quedaron interrogados y le siguieron para reunirse con él y hablar con más calma del tema.

 

Fue así como el Elegido formó su primera comunidad de seguidores, a los que entrenó y aleccionó para la difícil epopeya: Penetrar en el Cráter Negro, el mundo de los espectros, para rescatar la propia sombra y devolverla a los propios talones.

 

Se cuenta que, cuando por fin estuvieron preparados, salieron clandestinamente a cumplir su misión y que, después de una feroz y encarnizada lucha al interior del Cráter Negro, consiguieron recuperar su sombra.

 

Este hecho tuvo un efecto inmediato y la negrura espectral de Tenebra retrocedió posiciones, dejando el mundo un poco más luminoso. Los incrédulos y retractores de un primer momento quedaron impresionados y se hicieron obedientes al Elegido, con lo que, al final, todos vencieron sus iniciales temores y se lanzaron a la batalla, en busca también de sus sombras perdidas.

 

La pelea fue durísima, pero cada uno logró rescatar a su oscura compañera y de este modo el planeta volvió a llamarse Iluminia, el mundo del orden y la paz que antiguamente había sido. Luz y oscuridad, sol y sombras, noche y día, todo recuperó su cadencia natural, su adecuada combinación, su magistral armonía y el universo entero alcanzó su apropiada mesura.

 

Si hoy usted tiene una sombra pegada a los talones, tanto más oscura cuanto más luzca el sol de su mundo, dé gracias al valor de los Iluminios, que ganaron esta batalla ancestral, recuperando así el equilibrio del Universo.

 

 

 


 MI ENEMIGO

 

Al amanecer, todo apareció revuelto y desordenado.

 

“¡Maldición! ¡Otra vez alguien entró en casa mientras yo dormía!” Exclamé en voz alta, a pesar de estar solo. No entendía cómo era posible. Había aumentado las medidas de seguridad: pestillos de acero, cerradura reforzada, puerta blindada, ventanas con barrotes de hierro… pero sorprendentemente, de un modo misterioso, alguien irrumpía en mi piso y lo dejaba patas arriba. No se notaban señales de fuerza ni en la cerradura de la puerta, ni en las ventanas. Todo estaba intacto. Ya iba la tercera vez en un mes que esto me pasaba. Lo curioso era que mi extraño asaltante nunca robaba nada: se limitaba a destrozar todo e irse.

 

Volví a poner la denuncia en comisaría. El peritaje estableció por enésima ocasión, que no había huella alguna del malhechor. Ninguna pista. Como yo vivía en el ático y el vecino de abajo era sordo, de nuevo nadie del vecindario oyó nada. Mi sueño al parecer es tan profundo que tampoco yo despertaba con los ruidos que hacían las cosas al caer. Maldije mi suerte una vez más. ¿Quién podría ser el que me hacía esto? ¿Tendría algún enemigo? No recordaba ser odiado por nadie, ni haber dañado a alguien como para provocar una venganza así. Yo era una buena persona, que en general no se metía en problemas y procuraba ser amable con todos. Pero sin duda, alguien quería fastidiarme, asustarme, tal vez echarme de aquella vivienda.

 

De hecho el asunto me asustaba e inquietaba. Si alguien podía entrar con tanta facilidad a mi casa y hacerle eso a mis cosas… ¿Qué le impedía hacerme daño también a mí? Era una sensación muy desagradable no sentirme seguro ni en mi propia casa. El problema de vivir solo es que uno se siente desamparado, desprotegido, indefenso. En la noche se  llegan a escuchar toda clase de sonidos inquietantes. Siempre parece que entra un sujeto en casa, o se oye algo parecido a una respiración cerca, o crujidos de inexplicable origen…la soledad y el miedo se confabulan para que la imaginación vuele y uno llega perder la noción de lo que es real o fruto de la pura sugestión. Pero las sillas por el suelo, la lámpara rota, los cajones de la cómoda revueltos y demás desarreglos, eran algo real.

 

Dada la inutilidad de la policía, siempre colapsada con asuntos más importantes, me dispuse a ser detective de mi propio caso.

 

Primero pensé en mi vecindario. ¿Alguien podía ser sospechoso de querer echarme de mi piso? No, no lo creía. Yo era un buen vecino. Como vivía solo, era muy silencioso. Y si algún día ponía música o la televisión, lo hacía a un volumen bajo, para no incordiar. Tampoco tenía amigos, por lo que no era visitado por nadie, ni siquiera por mi familia, por vivir ésta a unos catorce mil kilómetros de distancia. Aparte, por mi carácter tímido y mis traumas pasados, no me relacionaba con nadie de mi vecindario, aunque mantenía una relación cortés y amable con todos, sin quejarme nunca por nada. Realmente no encontraba motivos para que alguien estuviera molesto conmigo.

 

Pensé entonces en el casero, el que me arrendaba el departamento. ¿Podía él tener algún interés en echarme? Él tenía llaves de todas las viviendas del edificio, lo que le convertía en un potencial sospechoso. ¿Pero cuál sería su motivación? Quizás cobrar los desperfectos ocasionados, ya que era norma de la casa que si uno rompía algo del inmobiliario, lo tenía que pagar. Pero al instante recordé  el día en que le expliqué lo sucedido: se mostró muy comprensivo y me dijo que en mi caso no tenía que abonarle nada, ya que siendo delincuentes los culpables, entendía que era injusto hacerme pagar a mí. Me pareció buena persona y además se mostró tan interesado como yo en encontrar a los responsables del delito, pues no dejaba de ser un ataque a sus pertenencias y una amenaza para su negocio; ya que si cundía la voz de que sus pisos de alquiler eran fácil presa de maleantes, nadie querría vivir allí. Por todo eso lo taché de mi lista de posibles enemigos.

 

Tenía que pensar entonces en enemigos de fuera. Pero era difícil. Mi vida era muy solitaria, sin amigos ni enemigos. En el trabajo era amable con todos, si algo me sentaba mal, disimulaba y callaba, según mi costumbre. La cuestión era no tener conflictos con nadie y para ello estaba dispuesto a sacrificar mis propias necesidades e intereses. Por eso conseguía ser bien aceptado en todas partes. Pero tampoco intimaba con nadie. Mi terror a ser herido hacía que interpusiera un muro muy grande con los otros. Mi lema consistía en no herir ni ser herido, para ello era necesaria la distancia, pero también la corrección y suma cortesía en el trato con todos. No quería repetir errores del pasado, como poner el corazón en amistades que después te traicionan. Por eso mismo, aunque estaba preparado académicamente para ser profesor de historia, finalmente había terminado trabajando de bibliotecario, para evitar los problemas de relación que conlleva el trabajo educativo.

 

Desde hacía diez años yo estaba residiendo en Temuco, Chile, bien lejos de Madrid, mi tierra natal. En efecto, ahora ciertas heridas habían empezado a cicatrizar, gracias a la falta de contacto con mis relaciones en España. Poner muros era mi método de alivio para los conflictos, muros interiores y exteriores. Mi sistema, si bien era infalible para evitar el dolor, tenía sin embargo un fallo: la soledad que por rachas se tornaba como una angustiosa opresión en el pecho, como una espada fría que me atravesaba las entrañas y el corazón, como una asfixia y ansiedad envolvente que lo teñía todo de tristeza y nostalgia. Pero aún así, prefería esto al daño que me causaban las personas cuando las empezaba a amar.

 

En España tampoco tenía nadie del que sospechar. Algún que otro pesado al que yo caía mal, vino a mi mente, pero no era creíble que se tomara la molestia de viajar a otro continente para entrar en mi casa y romperme las cosas. Ni tampoco yo les había hecho nada como para que me odiaran de esa manera.

 

Unos días más tarde fui al cine, actividad con la que solía evadirme de mis momentos bajos. Pero aquella vez fue peor el remedio que la enfermedad. La película trataba sobre un demonio que poseía a una mujer y le hacía cometer, sin que ella fuera consciente, unos crímenes terribles. Volví a casa lleno de temor. ¿Y si eso era lo que me estaba pasando a mí? Tal vez un demonio me poseía en la noche y me hacía destrozar mi propio inmobiliario. Y quizá en el futuro me hiciera realizar cosas peores. Pero mi formación científica y positivista me hacía desconfiar de la veracidad de los fenómenos y realidades sobrenaturales. “Esas cosas no existen” me decía a mí mismo una y otra vez como para convencerme y amortiguar el miedo que crecía cada vez más en mi interior. Recuerdo que aquella noche no dormí nada, invadido de pensamientos angustiantes que iban desde el natural temor al enigmático asaltante de mi hogar, hasta el irracional miedo al diablo y su supuesto poder para dominar a las personas aún a costa de su voluntad.

 

Pasé unas semanas sin dormir en las noches. Me quedaba despierto, como un guardián, para que fuera quien fuera mi enemigo, no me sorprendiera durmiendo. Aunque me aterraba la violencia, me compré un bate de béisbol, por si tenía que usarlo en legítima defensa. Pensé en un revólver, pero había que conseguir una licencia y además no soportaba la idea de usarlo. Con un bate era más fácil herir al otro o disuadirlo, sin tener que matarlo. Claro que si mi oponente iba armado con una pistola, no tendría nada que hacer, o si era un demonio, menos todavía, pero aún así, tener algún tipo de arma al lado me daba un poco más de seguridad.

 

Esta actividad nocturna hacía que tuviera que dormir durante el día y a veces me quedaba dormido en la Biblioteca, lo que hizo que mi jefe me llamara la atención en varias ocasiones. Y en la micro, a menudo me pasaba de estación, invadido por un sueño que me era difícil de controlar.

 

La situación se me estaba volviendo insoportable. A mi miedo al delincuente se había sumado este otro temor al diablo, que me resultaba tan angustiante e irracional. Necesitaba ayuda, pero ¿a quién pedírsela? No tenía apoyos, no tenía ningún amigo a quien acudir.

 

Un día, paseando al atardecer, encontré una pequeña capilla. La gente estaba saliendo de misa y el cura los despedía en la puerta dándoles la mano y conversando con cada uno. De pronto se me ocurrió una idea: ¿por qué no conversar con un sacerdote sobre mi problema? Tal vez él pudiera orientarme, al menos en cuanto al tema del diablo y mis temores. Me dirigí a él, decidido y le pedí conversar. Me atendió muy amablemente y me sugirió bendecir mi casa y dialogar con más calma sobre el tema. Quedamos para el día siguiente.

 

Esa noche, para variar, no dormí.

 

Al amanecer, después de dormitar algo entre el trabajo y el bus, llegué a mi casa, impaciente. Era la primera vez que invitaba a alguien, después de tantos años en América. Un poco pasada la hora convenida, llegó mi invitado. Mientras tomábamos café, le conté todas mis aprensiones y problemas. Su conversación me resultó amena y muy sensata, me explicó que el diablo para él era sólo un símbolo del mal, aunque la Iglesia oficial afirmaba su existencia real.

 

-De todas formas -me dijo –En caso de que en efecto sea una realidad espiritual maligna y no un mero símbolo, no puede poseer a las personas si éstas no le consienten la entrada al corazón.

 

No eran posibles las posesiones demoníacas de las películas, donde alguien inocente, sin comerlo ni beberlo, es conducido como una marioneta por su satánico manipulador. Era necesario para la posesión, una exposición continuada y voluntaria de la persona, a la fuente del mal, para que algo así fuera posible. Me contó que existía de hecho, un ritual oficial para exorcismos, que había sido renovado no hace muchos años. Y al parecer, cualquier sacerdote, con permiso del obispo, podía aplicarlo si el caso lo requería. Pero me explicó también que era rarísimo usarlo, pues a menudo se trataba más bien de problemas psicológicos o miedos, fruto de la superstición, la sugestión y muchas veces la ignorancia.

 

Me quedé más tranquilo con su explicación, aún así le pedí que bendijera mi casa. Yo oficialmente era agnóstico, pero en momentos de dificultad despertaba en mí, muy a pesar mío, la religiosidad de mi niñez, cuando iba tan contento a la catequesis para preparar mi primera comunión. Después, en la adolescencia, había perdido la fe, al constatar tantas incoherencias de la iglesia y al fascinarme la formación científica que muy pronto comencé a adquirir. Creí que la ciencia era incompatible con la religión y filosóficamente me situé en un positivismo radical, que con los años se me había ido acentuando.

 

Y de repente, ahí estaba yo, contando mis penas a un sacerdote y pidiéndole que me bendijera la casa.

 

Después de la bendición, continuamos hablando. Le conté de mi soledad y también el porqué huía el contacto con los demás. Le hablé del origen de mi trauma, cuando sorprendí a mi mejor amigo en la cama, con la que iba a ser mi futura esposa. Después de aquel desengaño tan terrible, me prometí a mí mismo no volver a confiar en nadie. Sin embargo, aquel cura me había inspirado confianza y por primera vez en diez años, le había abierto el corazón a una persona.

 

- Quizá el único demonio que hay aquí es la soledad que usted mismo se impone para evitar el dolor. Pero ese camino sólo agravará el rencor y la angustia; el corazón no se libera hasta que perdonamos a los que nos ofenden” - Me dijo antes de despedirse, con una sonrisa serena que resplandecía en su rostro.

 

Cuando se fue mi nuevo amigo, quedé consolado y tranquilo. Aquella noche dormí como nunca.

 

Sin embargo, mis problemas no terminaron ahí. Me encontraba lejos de poder perdonar como el sacerdote me recomendaba. Y sí, su conversación me había quitado el temor al demonio, pero  faltaba el tema real sin duda alguna, de que alguien la había tomado con mi piso y lo saqueaba cada cierto tiempo. En efecto, después de un par de semanas de calma, una mañana encontré otra vez el mismo desastre de siempre: todo tirado por el suelo y algunos objetos domésticos destrozados.

 

Ya harto del tema, decidí cambiar de casa. Descartado que fuera un demonio, si era un ser humano de carne y hueso, tal vez lo único que quería era mi mudanza para quedarse con el piso. O tal vez fuera una especie de casa maldita…pero entonces la acción purificadora del sacerdote debería haber restaurado la paz y el orden… o quizá era algún alma penando, inmune a las bendiciones…me sorprendí del nivel de creencias sobrenaturales que estaba barajando. Sin duda, todos aquellos años viviendo en la Araucanía, habían hecho mella en mi escepticismo respecto a los fenómenos paranormales. En todo caso, salir de aquella vivienda, despejaría mis dudas.

 

Me mudé al otro extremo de la ciudad. Pasé un par de semanas bien, pero un día, cuando desperté, todo estaba como si hubiera pasado un tornado por mi sala de estar. Incluso la pieza donde dormía tenía la lámpara rota y tirada en el suelo. ¿Cómo podía no oír el estrépito? Realmente tenía el sueño más profundo que nadie en este mundo. Y como era una casita de un solo piso, tampoco tenía vecinos que pudieran haber oído algo, pues el más cercano vivía como a unos cincuenta metros.

 

Arreglé los desperfectos y salí a pasear, para tratar de relajarme y pensar. Me vino a la cabeza otra posible explicación. Había oído hablar de lo que llaman piroquinesia, una creencia popular que consistía en que por acumulación de rabia, emociones negativas,  tensiones no bien resueltas o en general “malas vibras”-como se dice en el argot popular de estas tierras- algunos sujetos, por un extraño poder mental inconsciente, producían fuego a su alrededor mientras dormían. Se me ocurrió que tal vez yo generaba, en vez de piroquinesia, una telequinesia descontrolada… ¿sería eso posible?

 

Me imaginé que en vez de estar siendo víctima de una maldición o de un obsesivo perseguidor, quizá estaba descubriendo alguna especie de poder oculto que poseía mi mente. Empecé a pensar en lo maravilloso que sería poder controlar esa fuerza misteriosa y mover los objetos que me rodeaban a mi voluntad. A fin de cuentas no sería tan extraño, los científicos siempre han afirmado que no usamos más que un diez por ciento de las posibilidades que tiene nuestra mente. ¿Pero cómo comprobar que estaba en lo cierto?

 

Caminando y divagando se me hizo de noche. Pero al pasar por la plaza que había antes de llegar a mi casa, vi una gitana que andaba “leyendo la suerte” a los que se lo pedían. Pensé que no tenía nada que perder consultándole a ella sobre mi problema, tal vez podría conocer algún caso parecido, o alguien que me pudiera a ayudar.

 

Me echó las cartas y me leyó la mano. Según ella, yo tenía un enemigo. No podía saber quién, pero sí que era alguien muy cercano y conocido por mí. Con esa enigmática pista me fui a casa con miles de interrogantes en la cabeza y también con miles de pesos menos, pues la consulta me resultó un poco cara.

 

Me acosté muy cansado. Pensé en todo lo que había meditado durante el día, como tratando de resumir lo más importante, para que no se me olvidara. Di vueltas y vueltas en la cama hasta que de pronto, ocurrió algo inesperado: la lámpara de mi mesita empezó a… ¡flotar por el aire! Asombrado me di cuenta de que no era el único objeto volador, también mi notebook, los lápices y libros que había sobre mi mesa de trabajo estaban girando en círculos alrededor mío. ¡No podía ser! ¡No podía ser! Me levanté de la cama exaltado. Abrí la puerta de mi dormitorio y salí al comedor. Todo mi mobiliario andaba por los aires como en una extraña danza. Aquello era demasiado irreal para ser cierto. ¿Era yo el que generaba todo aquello? Traté de ver si podía controlar con mi mente, aquel desfile de electrodomésticos bailarines. Me concentré en el televisor tratándolo de inmovilizar…al principio, nada, pero unos minutos después, se detuvo justo donde yo quería. ¡Sí! ¡Lo había conseguido! ¡Podía mover objetos con solo pensarlo! Hice otra prueba con el sofá: lo bajé del aire y lo hice aterrizar en el suelo. ¡También resultó! Entonces, como un niño con su juguete nuevo empecé a mover todas las cosas que me rodeaban con mi mente, llevándolas aquí y allá, exultante de alegría por el descubrimiento de aquel nuevo y sorprendente poder. “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!” Grité emocionado una y otra vez… hasta que me di cuenta de que todo había sido un sueño. Me encontré sentado en mi cama, sudoroso y gritando “Sí” ridículamente. Decepcionado, me arropé y traté de dormir de nuevo.

 

En mi insomnio pensé en cómo era posible que mi enemigo fuera tan hábil como para obrar solamente cuando yo estaba dormido. ¿Cómo se daba cuenta? A veces había pasado mis noches de insomnio, con los ojos cerrados, simulando dormir y no se producía desorden alguno. De alguna forma él sabía cuándo yo realmente dormía y cuándo no. No podía entender cómo se las ingeniaba para saberlo.

 

Amanecí de nuevo sin pegar ojo, pero con un pensamiento iluminador. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? A partir de hoy grabaría con una cámara todo cuanto sucediera en mi casa durante la noche, mientras dormía.

 

Apenas abrieron las tiendas, empecé a buscar una cámara que me permitiera grabar 6 horas seguidas de filmación, por ser éste el tiempo que yo solía dedicar a dormir. No me costó encontrar una, aunque bastante cara, pero no me importó el precio, con tal de llevar adelante mi investigación.

 

La primera noche fue inútil, pues estaba tan nervioso que no dormí nada, y como siempre que eso sucedía, mi enemigo no aparecía. Por si acaso revisé lo filmado: el único movimiento en toda la noche fue una cucaracha que recorrió el comedor.

 

La segunda noche, más de lo mismo, pero sin cucaracha. “Tal vez le entró pánico escénico”, pensé riéndome de mi propio mal chiste.

 

La tercera noche, ya agotadísimo dormí como un tronco. Y sí, ¡SIII! Al día siguiente todo estaba con el característico desorden y destrozos de siempre ¡SIIII! Grité eufórico. Nunca me había alegrado tanto de ver mis pertenencias hechas un desastre. Loco de nervios me abalancé sobre la cámara para ver la grabación.

 

Me senté cómodamente en el sofá y empecé a observar las imágenes que aparecían en la pantalla del televisor. Al principio, como siempre, todo aparecía en calma. Pero a las dos horas de filmación… ¡No podía ser! ¡NO! Volví una y otra vez la escena atrás y adelante porque mis ojos no daban crédito a lo que veían. Sí, era cierto, allí estaba. No había ninguna duda, no podía ser un truco, pues yo mismo había programado la cámara para la filmación: Era Satanás. Sí, me parecía mentira, pero era Él. ¡Se movía por mi apartamento derribando todo con descaro y mirando a la cámara con groseras muecas!

 

Sorprendido y nervioso por mi increíble hallazgo pensé en alguien a quien poder contar aquel hecho extraordinario. En seguida pensé en el sacerdote que me había atendido unas semanas antes. Él era el único ser humano con el que había entablado una relación mínimamente profunda en aquel continente y nadie mejor que él podía ayudarme en algo así. Lo llamé a su teléfono móvil y hablé con él. Quedamos en un par de horas en mi casa, como la otra vez.

 

Cuando llegó, le conté lo de mi filmación y le advertí que lo que iba a presenciar era algo inaudito. Puse en marcha el vídeo y pasé rápido las primeras horas de filmación, hasta llegar unos segundos antes de la escena que me había sorprendido tanto. Entonces le advertí:

 

-Padre, lo que va a ver es algo increíble y le prometo que no es ningún truco. Ya sé quién es mi enemigo; pero quiero que lo vea por usted mismo.

 

Entonces le di al “play” y… ¡Noo! No podía ser. Alguien debía estarme jugando una broma pesada. ¡En la escena aparecía yo mismo destrozando todo cuanto se interponía en mi camino!.

 

- No lo entiendo- le dije a mi amigo- cuando vi el vídeo antes de llamarte, no era yo el que aparecía rompiendo todo, sino…

- ¿Quién?- Me preguntó extrañado el cura.

- Verá, padre, no lo va a creer, pero lo que yo vi fue…el demonio.

- ¿El demonio?

- Sí, era la típica estampa del demonio, tenía cara de cabra, cuernos, cola y todo eso y ¡se dedicaba a romper mi inmobiliario con cara de sádico!

 

Yo estaba muy nervioso, alterado y confundido. El padre  se dio cuenta y me propuso que saliéramos a pasear, para que me relajara un poco. Conversamos durante largo tiempo y me hizo algunas recomendaciones, a las que después de un tiempo más bien corto, accedí a realizar.

 

Ahora veo con claridad que hice muy bien en hacerle caso. Llevo dos años de terapia, por consejo del sacerdote y estoy a punto de finalizar un proceso que ha sido para mí, de auténtica liberación y sanación interior. El psicólogo, al inicio del tratamiento, me dijo que padecía un trastorno del sueño, una especie de sonambulismo intermitente, que se activaba de vez en cuando, sobre todo en periodos de mucha ansiedad; así que yo mismo causaba los destrozos en las casas donde vivía. La gitana que me leyó la suerte tenía razón, mi enemigo era muy cercano y conocido por mí. ¡Y tan cercano que era yo mismo! También me explicó mi terapeuta que yo había sufrido un brote psicótico, fruto de mi insana reclusión y de mi autoimpuesto aislamiento de los demás, con lo que la visión del demonio en el vídeo, era solamente un episodio de alucinosis, propio de la enfermedad que había ido desarrollando sin darme cuenta.

 

Pero me encuentro ya muy bien, he seguido los consejos del psicólogo, y sobre todo, de mi amigo sacerdote: salir de mi reclusión interior, volver a confiar en los demás y lo más difícil: perdonar a los que tanto me hirieron. En este lento caminar hacia mi recuperación, he ido teniendo cada vez más relaciones, empecé a trabajar como profesor, frecuento la capilla donde conocí al cura, estoy involucrado en la comunidad eclesial de base que allí se reúne y…progresivamente renací a la fe, aquella fe que latía dentro de mí, pero que había estado reprimida por tantos temores y argumentos estúpidos.

 

Gracias a mi enfermedad volví a Dios y ahora soy feliz de verdad. Por cierto, aunque mi psicólogo es muy bueno, siempre me quedará una duda: ¿Sería alucinosis o realmente el demonio se me apareció a través de aquel video? ¿Sería sonambulismo o una posesión demoníaca? Nunca lo sabré, pero ya no me importa ni me inquieta. Si de verdad fue el demonio, ahora sé cómo combatirlo.


LA OBSESIÓN DEL ANILLO.

 

-Oiga, se le ha caído esto.

 

Me giré para ver quién me hablaba. Era una mujer que con su mano tendida, me mostraba un anillo, pensando que se me había caído a mí.

 

-¡Oh! gracias-contesté. No sé por qué no quise decir que no era mío. Un extraño impulso me llevó a mentir para poder quedármelo. La mujer se fue y yo quedé con mi tesoro en la mano.

 

“En verdad soy idiota por haber dicho que era mío, si en realidad no lo era. Mmm… debería devolverlo…pero… ¿a quién?”

 

Me sentía culpable por lo que había hecho. Caminé sin rumbo mientras pensaba qué hacer. Traté de ponerme el anillo pero no me entraba, sin duda pertenecía a una persona más delgada, tal vez una mujer. Era un anillo de oro, sin grabación de nombre ni de fecha alguna, seguramente una alianza matrimonial, parecida a la mía, que estaba también sin inscripción alguna, por un despiste que después de la boda ya nunca arreglamos.

 

 ¿Cómo saber a quién pertenecía? Se me ocurrió llevarlo a una joyería. Tal vez allí me sabrían decir dónde fue hecho. Fui a una que estaba cerca de mi casa. El tipo que atendía lo examinó y me dijo que podría haberse fabricado en cualquiera de las joyerías del país, no tenía nada de especial, era un anillo de oro, eso sí, pero vulgar y corriente. Desesperanzado continué caminando y cavilando cómo solucionar el problema. Me vino a la mente la idea de llevarlo a una comisaría, tal vez allí podrían ayudarme.

 

-Verá agente. Encontré este anillo en la calle, tal vez puedan ayudarme a encontrar a su dueño.

 

- Bueno, podemos dejarlo en la oficina de objetos perdidos, quizá el dueño aparezca reclamándolo.

 

-Bien- Contesté. Pero quedaría más tranquilo si me llaman a casa cuando el dueño aparezca.

 

El policía me miró extrañado. Supongo que le pareció curioso que yo me tomara tanto interés. Pero desde el momento en que acepté como mío algo que no lo era, sentí que debía hacer algo para reparar mi mentira. Tal vez estaba exagerando, pero no sé por qué razón, el pensamiento de purgar mi falta era cada vez más intenso.

 

-Está bien, déjeme su número, nombre y dirección, por si acaso- Me dijo amablemente.

 

Salí de la comisaría algo más consolado, pero todavía nervioso. Pensé en volver a casa, tal vez mi amada esposa habría vuelto ya de su viaje. Caminé  hacia mi hogar titubeando, sentía que no había hecho lo suficiente, que debería esforzarme más en buscar al dueño del anillo, pero no sabía qué más hacer.

 

“Tal vez poner un anuncio en la radio y otro en el periódico sea buena idea, así, si lo escucha el dueño, sabrá dónde acudir”. Por suerte la editorial más cercana no quedaba muy lejos, aunque tardaron en atenderme. Lo del anuncio por radio lo pude solucionar con una llamada telefónica, casualmente tenía un amigo que trabajaba en una emisora y se comprometió a hacer lo que le pedía.

 

Con tantas gestiones, se me había hecho de noche.

 

“Uff, mi mujercita tal vez haya vuelto y se esté preocupando de que yo no esté allí. Tengo que volver de una vez a casa. No sé cómo voy a explicarle mi tardanza, realmente me he tomado demasiadas molestias en este asunto del maldito anillo”.

 

Entré por fin en mi casa. Pero mi querida esposa no había llegado todavía.

 

“¿Qué le habrá pasado? Ya debería haber vuelto, me dijo que llegaría hoy al atardecer, y ya es de noche. Mmm… quizá haya decidido prolongar un poco más su descanso, aprovechando que no entra a trabajar hasta mañana en la tarde. Aunque es raro, porque ella me había dicho que quería estar conmigo esta noche y mañana temprano íbamos a salir juntos a algún lugar bonito y comer en un restaurante. Tal vez me llamó para avisarme y no me encontró en casa. Podría llamarla yo ahora…pero… es muy tarde y posiblemente esté ya durmiendo. Y si está durmiendo a ella no la despierta ni un terremoto, con el sueño tan profundo que tiene”. 

 

De todas formas probé a llamarla, por si acaso. No contestó.

 

Me metí en la cama y traté de dormir, pero estaba muy nervioso y agitado. Mi mente era un torbellino donde daban vueltas ideas recurrentes sobre el anillo, el interés por saber quién era la persona que lo había perdido; la sensación de estupidez y el sentimiento de culpa que me invadían por haber dicho que era mío, la inquietud sobre por qué  mi esposa había decidido quedarse un día más en la cabaña tan sorpresivamente y sobre todo pensaba cuál sería la razón por la que me sentía tan responsable de que el anillo volviera con su dueño, pues me extrañaba sentirme obsesionado de tal modo con esa cuestión.

 

Pasé la noche en blanco, llamando de cuando en cuando a mi esposa sin éxito y dando vueltas en la cama y a mi cabeza. Cuando despuntó el día, se me ocurrió otra cosa que podía ayudarme a encontrar al dueño del anillo. Decidí volver al lugar donde aquella mujer me lo había dado. Supuse que el dueño tal vez vivía cerca del lugar donde lo había extraviado. No era algo seguro, pero no perdía nada con probar.

 

Caminé rápido, casi corriendo, impaciente por poner en práctica mi nueva idea.

 

Cuando llegué al sitio, empecé con mi plan: Ir puerta por puerta preguntando a la gente si habían perdido un anillo. Así pasé todo el santo día. Recorrí veinte cuadras entrando en todas las viviendas. Nadie sabía nada. Algunos no quisieron abrirme, pensando que se trataba de alguna nueva especie de timo y hubo un vecino que se enojó y casi me pega, porque era manco de las dos manos y pensó que le estaba tomando el pelo.

 

Fracasado y agotado decidí volver a casa, pues estaba anocheciendo. Entonces me acordé de mi mujer.

 

“Cielos. No me acordé de llamarla esta mañana. Espero que esté ya en casa…”

 

Pero cuando llegué, aún no había vuelto. Eso me puso aún más nervioso de lo que estaba. La llamé por teléfono. Nadie contestaba. Empecé a sentirme angustiado y preocupado. ¿Cómo había podido olvidarme de llamarla antes de salir de casa? Empecé a sentirme terriblemente culpable por mi estúpido despiste. Y todo debido a mi absurda obsesión del anillo.

 

“Tal vez le haya pasado algo. Quedarse un día más podía ser normal,  sobre todo si llamó para avisarme y no me encontró en casa, pero que no haya vuelto ya, es muy extraño, pues ella tenía que trabajar en la tarde de hoy”.

Llamé a la policía del lugar donde ella estaba descansando, para que echaran un vistazo. Les pedí que me avisaran cuando supieran algo.

 

Yo estaba hecho un manojo de nervios. Mi mente iba del anillo a mi esposa, de mi esposa al anillo, dado vueltas y más vueltas a todo, tratando de entender por qué mi esposa no volvía, por qué el dueño del anillo no aparecía y por qué demonios eso me afectaba y me importaba tanto, produciéndome un sentimiento de culpa  tan intenso que por momentos se hacía insoportable. Tal vez era un anillo mágico o quizá maldecido y yo estaba padeciendo alguna especie de efecto diabólico. Pensé en ésta y en otras muchas oscuras consideraciones más.

 

Iba camino de vivir otra noche de insomnio. Para entretenerme, decidí poner un mensaje en facebook, a todos mis amigos, por si alguien sabía de alguno que hubiera perdido su maldito anillo. También escribí correos y navegué en Internet, buscando alguna pista. No sabía qué más hacer. Me puse a caminar de un lado a otro de mi habitación, nervioso y desesperado. Entonces oí el sonido del teléfono y salí corriendo para cogerlo. Deseaba intensamente que fuera la dulce voz de mi mujer diciéndome que no le había pasado nada. El corazón me latía tan fuerte que casi no pude hablar cuando descolgué.

 

Pero no era mi mujer. Un agente de policía me dijo que habían encontrado a mi esposa con el cráneo destrozado en la cabaña donde estaba descansando y que una patrulla iba de camino a mi casa para llevarme al lugar de los hechos.

 

Cuando colgué el teléfono grité y lloré con todas mis fuerzas, como nunca había hecho. ¡Mi mujer muerta! ¿Qué iba yo a hacer sin ella? Ella lo era todo para mí. El amor más grande de mi vida…en realidad…mi único amor. Mi vida había sido absurda, solitaria y tétrica hasta que la conocí. Y ahora…se había ido para siempre. No podía creerlo. Tal vez estaba soñando una horrible pesadilla. Quizá los nervios me habían jugado una mala pasada y todo era fruto de mi imaginación.

 

Me resistía a creer que había perdido a mi esposa, ella era mi vida, la única que me comprendía y quería en este mundo tan podrido de egoísmo. Ella era perfecta, tan linda, buena y dulce, tan inteligente y sensual… incluso sus defectos me encantaban, como cuando inventaba conversaciones y decía que yo le había dicho tal o cual  cosa o cuando me reprochaba conductas que yo nunca había hecho... pero ese puntito extraño de locura o rareza que mi mujer mostraba en ocasiones, también tenía  su encanto, pues si  todo hubiera sido tan perfecto en ella, tal vez yo no me hubiera enamorado. No, no podía ser verdad que estaba muerta…y además asesinada brutalmente… ¿Quién podía haberle hecho algo así?

 

La policía llegó a mi casa. En ese momento se desvanecieron mis ilusiones de que todo fuera un sueño, pero sobretodo, la realidad me golpeó con toda su dureza cuando tuve que reconocer el cadáver.

 

Los dos días que siguieron fueron odiosos. Declaraciones, papeleos, citaciones aquí y allá…yo quería desaparecer, irme muy lejos como para tratar de olvidar todo y alejarme de todos los lugares que me recordaban a mi esposa. Pero tenía que permanecer en la ciudad para lo que pudiera necesitar la policía.

 

Al tercer día, cuando creía que ya todo había terminado, dos agentes vinieron a mi casa.

 

- Está usted arrestado como sospechoso del asesinato de su esposa- Me dijeron. Yo no podía creer lo que oía. Mientras me explicaban mis derechos y me esposaban, procuraba entender cómo diablos habían llegado a tan estúpida conclusión. ¿Cómo iba a matar yo a la mujer que daba sentido a mi vida?

 

Las pruebas y argumentos que presentó el fiscal resultaron contundentes, aunque yo no admití nada. Mi abogado defensor consiguió que pagara la pena en un centro psiquiátrico, alegando enfermedad mental.

 

Tardé varios años de terapia en entender y en asumir lo que había pasado.

 

Ahora, después de tanto tiempo, tengo muy claro todo lo que sucedió: partí a la cabaña que tenemos en la costa, donde mi mujer solía retirarse para descansar cuando estaba muy estresada por su trabajo y allí la golpeé hasta matarla, movido por  los celos, ante el convencimiento de que ella iba a ese lugar para estar con otro hombre. Fui muy cuidadoso en no dejar huella alguna, pero después de mi perverso delito, le había quitado el anillo de bodas, como para castigarla por no haber sabido llevar dignamente su alianza nupcial y me lo había guardado, con la intención de deshacerme de él más tarde.

 

 Cuando volví a la ciudad, no muy lejos de casa, el anillo resbaló de mi bolsillo y cayó al suelo. Allí una mujer lo vio y me lo quiso devolver. En ese momento se activó mi personalidad dominante, la del hombre bueno y honesto que amaba ardientemente a su esposa y que no recordaba nada de lo que había hecho su otra personalidad de asesino frío y sin escrúpulos, violento y celoso hasta la obsesión. Por eso no reconocí el anillo como propio. Fue  mi inconsciente el que me condujo a decir que era mío, aunque en ese momento pensara que no lo era y después fue mi inconsciente también el que me impulsó a sembrar pistas para facilitar que la policía me descubriera. A pocos días del asesinato, relacionaron la desaparición del anillo en la mano del cadáver de mi esposa, con el anillo perdido anunciado por radio y que yo mismo había dejado en comisaría, junto a mi dirección y teléfono.

 

Como dice mi psiquiatra, la personalidad dominante, la del bueno y honesto, desconoce la existencia y actuar de la otra malvada personalidad oculta, pero aún así, algo dentro de mí,  buscó delatar el monstruo, ese horrible lado oscuro, que se había alojado dentro de mi alma como un indeseable parásito.

 

Conforme he ido conociendo la naturaleza de mi enfermedad, he ido comprendiendo por qué tantas veces mi esposa se había quejado de mis cambiantes opiniones y estados de ánimo, y por qué me había recriminado tantas palabras y acciones que yo nunca reconocía porque no las podía recordar. Llegué a pensar, en mi delirio, que era ella la que estaba algo desequilibrada. Ahora sé, tristemente, lo equivocado que estaba.

 

 No sé cómo ni por qué mi historia personal me llevó a tan macabra disociación en mi interior, estoy procurando entrar progresivamente en ese oscuro mundo, para irlo comprendiendo y así poder enmendar lo que se pueda, aunque ya nada podrá devolverle la vida a mi esposa, ni nada podrá aliviar el terrible dolor que siento por lo que hice. Actualmente, por mandato médico, escribo mi historia, para hacerme más consciente de todo y sigo en terapia, internado en un centro psiquiátrico, esperando sanarme de este raro, terrible y poco común mal. Que Dios me ayude.

 


CARNÍVORO

 

El hombre es un lobo para el hombre” Thomas Hobbes.

 

 

-         Buenos días- le dije a mi nuevo paciente apenas entró en mi despacho.

 

-         Buenos días- me contestó con voz temblorosa y lánguida. Sin duda era alguien desnutrido, a juzgar por su poca vitalidad y delgadez extrema.

 

-         Pase y siéntese.

 

-         Gracias.

 

-         ¿Cuál es el motivo de su consulta?

 

El paciente me explicó que padecía un déficit de proteínas y que el médico le había enviado a un endocrinólogo para que le hiciera una dieta hiperproteica. Miré las analíticas que le habían hecho y realmente estaba muy por debajo del mínimo recomendado. Le pregunté si es que no comía carne, huevos, pescados, y demás alimentos ricos en proteínas. Me contestó que sí, lo cual me extrañó mucho, dados los resultados de los análisis y su demacrado aspecto.

 

-         Entonces debe ser cuestión de la cantidad, tendrá que aumentar las dosis, y si no le repugna mucho, procure tomar la carne poco hecha, cuanto más crudita, mejor conserva las proteínas.

 

Después de esta recomendación medí su estatura y el perímetro del pecho, la cintura y la cadera, lo pesé, como hacía siempre con todos los pacientes, para poder controlar los avances o retrocesos que en adelante tuviera, al seguir la dieta que le iba a recetar.

 

Le escribí en una hoja el menú a seguir para recuperarse y nos despedimos hasta el mes siguiente.

 

No sabía qué era, pero algo en él me resultaba extraño, quizá su mirada profunda y un tanto fiera, tal vez su forma de hablar, como arrastrando las palabras, o esa sensación que transmitía de falta de ánimo y fuerzas…no sé, pero su persona provocaba en mí una cierta inquietud y turbación, como si un sexto sentido me avisara de que era mejor apartarse de él.

 

Obviamente mi ética profesional me impedía rechazar clientes sin un motivo razonable, así que no hice caso de mi corazonada y al mes siguiente volví a encontrarme con él.

 

Me asombró el efecto tan contundente que la dieta había producido en él: Cinco kilogramos de grasa menos y un considerable incremento de la masa muscular. Su tórax lucía cuatro centímetros más ancho, mientras que cadera y cintura mostraban una disminución notable de su perímetro.

 

-         Vaya, felicitaciones, ha aumentado usted su masa muscular y ha perdido bastante grasa. ¿Acompaña usted su dieta con algún tipo de ejercicio físico?

 

Mi paciente movió la cabeza negativamente. No era hombre de muchas palabras, estaba claro. Le di la receta de alimentos a tomar en el siguiente período y me despedí hasta el próximo mes. Nuevamente me sentí desazonado ante su presencia. Era como si una especie de sentimiento de amenaza me envolviera cuando estaba junto a él.

 

Al día siguiente, mientras desayunaba y leía el diario, vi que una serie de extrañas matanzas de corderos se habían producido en la región. Los campesinos decían que ese estilo de  mordeduras y extrañas mutilaciones, no eran propios de pumas o perros y estaban un poco desconcertados. Las típicas leyendas del chupacabras, tan frecuentes en la Araucanía, volvían a aflorar. Lo cierto es  que episodios similares se producían con cierta frecuencia, y no en todos los casos se esclarecían los hechos, con lo que leyendas y explicaciones paranormales circulaban habitualmente entre la gente.

 

Pasado un mes me volví a ver con mi paciente. Esta vez no salía de mi asombro. Por más que lo miraba no podía creerlo. Su aspecto había pasado de ser un pobre hombre famélico y descolorido a un espectacular físico-culturista de tez oscura y con harto bello. Le pregunté si es que practicaba ese deporte y si, además se había inyectado algún tipo de hormona del crecimiento, pues no me parecía normal una hipertrofia tan rápida y de repente tener tanto pelo. De nuevo,  contestó casi con un gruñido y gesticulando respondió negativamente.

 

-         Pero…no puede ser…no lo entiendo…nuca he visto un caso similar. Su desarrollo muscular es impresionante… ¿De verdad que no ha tomado nada? ¿Ninguna hormona? ¿Ningún tipo de tratamiento especial?

 

Mi insistencia pareció molestarle. Frunció el ceño de una manera que me llegó a dar miedo. Me recordó un lobo rabioso. Al final, como si le costara hablar, dejó caer a duras penas unas pocas palabras…”La carne…”- Me dijo – La carne cruda…ese es el secreto”. Me estremecí al oír su declaración.

 

-         ¿La carne?- Le pregunté- ¿La está tomando cruda? ¿Cruda del todo?

 

-         Mmmm…grrrr…sí, sí- Me dijo de nuevo.

 

-         Vaya, le dije que la tomara poco hecha, pero no era necesario que la tomara cruda…aún así, tampoco eso explica un crecimiento tan exagerado de la masa muscular…- Pero no pude seguir hablando, ya que mi paciente dio media vuelta y se fue bruscamente, sin despedirse ni dejar la plata que me debía con mi secretaria. Me asomé a la puerta para ver si aún le podía alcanzar en el pasillo, pero en vez de él, me topé con dos tipos altos y fornidos. Uno de ellos se dirigió a mí.

 

-         ¿Es usted el médico que atiende a este sujeto?- Me preguntó mientras me mostraba la foto de mi paciente, con el aspecto demacrado y flacuchento que tenía antes de iniciar mi tratamiento.

 

-         Emm, pues, sí…¿por qué?

 

Acto seguido se identificaron como agentes de la INTERPOL y me pidieron poder entrevistarme con calma en mi despacho. Me hicieron toda clase de preguntas sobre mi paciente, pero era poco lo que yo podía contarles. Les pregunté si mi cliente había cometido algún delito, pero no quisieron responderme. De pronto se levantaron y se despidieron cortés pero escuetamente y me dejaron allí, totalmente perplejo e intrigado.

 

Al día siguiente, mientras desayunaba leyendo el periódico, vi la foto de mi paciente publicada en el periódico. Cuando leí la noticia que acompañaba la imagen, me entró un escalofrío. Al parecer el sujeto era buscado como sospechoso de un macabro crimen. En la pensión donde él vivía habían encontrado muerta a la mujer que lo hospedaba. Ésta había aparecido mutilada terriblemente, como si una jauría de perros salvajes la hubiera devorado. De hecho la describían como un esqueleto con apenas restos de carne adheridos. Después de haber sido encontrada, mi paciente había desaparecido sin dejar rastro…y todo había sucedido ayer, justo el mismo día en que me fue a visitar a mí, con lo que probablemente, yo había sido el último en verlo por la ciudad.

 

Horrorizado, me dirigí a mi consulta, para empezar un nuevo día de trabajo, a pesar de todo. Pero en la entrada me esperaban dos tipos, con aspecto de policías, aunque no uniformados. Cuando se identificaron les comenté que ya me habían entrevistado ayer dos miembros de la INTERPOL. Y se extrañaron mucho, pues no tenían notificación alguna de que la INTERPOL estuviera investigando el caso. Nuevamente tuve que contar todo lo que sabía y otra vez más quedé confundido y lleno de inquietudes e interrogantes.

 

Pasaron los días y los periódicos y noticieros dejaron de hablar del tema. Al cabo de meses nadie volvía a sacar la cuestión, ni prensa, ni radio, ni televisión…pero yo seguía intrigado y dándole vueltas a lo mismo. ¿Sería mi paciente el autor de tan macabro crimen? ¿Se habría comido a su casera en su afán de comer carne cruda? ¿Y por qué la carne cruda producía un efecto tan espectacular en su musculatura? No pude evitar relacionar este hecho con los ataques a rebaños de corderos que se habían producido con anterioridad ¿Sería mi cliente también el que había atacado y devorado a aquellas pobres bestias?

 

Con todas estas cuestiones bullendo en mi mente, me puse a investigar en Internet, donde uno encuentra a veces informaciones que no son las oficialmente publicadas. Mi natural curiosidad me había hecho muy hábil buscando páginas alternativas, poco conocidas y de sabrosa lectura, con lo que sabía que más tarde o más temprano, encontraría algo que me ayudara a entender tan misteriosos hechos.

 

Pasé meses buscando, hasta que, encontré una atrevida teoría sobre licántropos, que inesperadamente me dio luces sobre todo lo ocurrido. La página web que trataba sobre el tema, exponía una nueva versión de la famosa leyenda de los hombres-lobo. Según esta fuente, los licántropos tendrían una base real, fundada en un fenómeno conocido por la ciencia, y estudiado ya en las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies. Se trataría de una mutación del genoma humano, causante de alteraciones físicas y conductuales en quienes la padecen.

 

Por los casos estudiados a lo largo de la historia, secretamente guardados por los gobiernos, los individuos con el genoma alterado por la llamada secuencia que codificaría la licantropía, pasarían primero una fase de latencia, en la que no es perceptible la modificación. Pero pasada la juventud, como hacia los cuarenta años, se produciría la fase de manifestación, en la que aparecerían importantes cambios morfológicos y de personalidad. En cuanto a los primeros, se hablaba de una rápida hipertrofia muscular, crecimiento del mentón y de la caja torácica, proliferación de bello por todo el cuerpo y agudización de los sentidos, sobre todo del olfato y el oído. La personalidad derivaba hacia una aguda sociopatía,  y al parecer, el consumo de carne cruda en esta fase era imprescindible para que pudiera producirse la transformación de ser humano a licántropo.

 

La ausencia de valores humanitarios en el ambiente y en la educación recibida, sería un factor decisivo y catalizador de todo el proceso. De hecho, estaba demostrado que si el sujeto afectado era criado en un clima de amor y estimulación positiva, la manifestación de la licantropía podía abortarse por completo.

 

Antes de la transformación, los sujetos con genoma alterado presentarían un aspecto enclenque y enfermizo, faltos de vitalidad y fortaleza y, -este dato me horrorizó- con una tendencia a tener bajas las defensas por déficit proteínico, ya que en la fase de latencia tienen dificultades para asimilarlas. Pero después del cambio, se volverían atléticos y capaces de asombrosas proezas físicas y la asimilación proteica se quintuplicaría produciendo un rápido crecimiento de los tejidos magros.

 

Sin embargo, una vez terminada la transformación, el aspecto de los sujetos, aunque con más bello y más musculatura de lo ordinario, seguiría siendo humano, por lo que podrían pasar desapercibidos entre la población. Las leyendas sobre hombres-lobo habrían exagerado sobre el aspecto final adquirido, pero tendrían como base hechos reales, protagonizados por esta nueva variedad de la especie humana. Serían sospechosos aquellos hombres o mujeres que destacaran en capacidades físicas fuera de lo común, ya fuera en cuestión de fuerza, velocidad o resistencia. Algunos se rapan el bello, para mantener oculta su condición. Me sorprendió ver en la lista de sospechosos, algunos atletas de renombre…

 

La página web relacionaba hechos inexplicables, como matanzas de animales y asesinatos en extrañas circunstancias, con la existencia de estos seres. Y también insistía en que éstos cada vez eran más y se reunían en secreto para conspirar contra el género humano, al cual odiaban.

 

Mis temores y escalofríos aumentaron con esta lectura, así que decidí dejar de investigar por un tiempo, con intención de serenarme. Tal vez todo pudiera tener una explicación natural, quizá mi paciente era solamente alguien introvertido que se metía inyecciones de hormonas para hacer crecer sus músculos y así llamar la atención de las chicas, quizá otro fue el asesino de su casera y él simplemente se mudó de casa por alguna razón desconocida, ignorando todo el desastre ocurrido y después, al ver su foto publicada en el periódico se escondió por temor a que lo inculparan de un crimen que no había cometido…pero todo lo sucedido cuadraba tan bien con la teoría de la página web…incluso podía ser que cuando mi paciente me visitó por última vez, viniera a…comerme a mí también, pero con sus sentidos agudizados, olió a los dos agentes o lo que quiera que fueran, que andaban tras sus pasos y salió huyendo antes de que lo atraparan…

 

En fin, hasta la fecha de hoy, dos años más tarde, no he logrado descifrar el enigma. Pero cuando veo algún paciente falto de proteínas, me guardo muy mucho de recetarle carne poco hecha…


 

 

INVISIBLE

 

Y allí estaba yo, por primera vez acompañado por tres colegas, en el bar que siempre frecuentaba en la noche. En ese momento llegó una chica muy linda, que además iba sola…. Saludó con mucha simpatía a mis tres amigos, pero algo la distrajo y a mí me ignoró. Después la bella mujer inició una entretenida y amena conversación, como para romper el hielo e integrarse en nuestro grupo; sin duda que buscaba no dormir sola esa noche. Pero bromeó, flirteó y  se dirigió a todos excepto a mí. Era como si yo no estuviera, no contara. Enojado y frustrado me despedí abruptamente y me fui.

 

Esa noche no dormí nada, por el enfado que tenía. Al día siguiente, a pesar del sueño y la irritación, fui a la universidad. El profesor nos sorprendió con una prueba oral sorpresa, para ver si estudiábamos su materia día a día y no la dejábamos para el último momento, como es costumbre para muchos. Iba preguntando cosas a unos y a otros. Yo esperaba mi turno impaciente, pues me sabía bien la lección. Pero mi ocasión nunca llegó. El profesor interrogó a casi toda la clase y a mí ni siquiera me miró. Nuevamente me sentí ignorado.

 

Salí de la universidad lleno de ira y ofuscado, envuelto en mil oscuros pensamientos. Tan enmimismado me encontraba, que tropecé con un señor, pero éste era tan grande y fuerte que fui yo el que caí al suelo. El sujeto siguió su camino sin ni siquiera inmutarse. Le grité algunos insultos, pero no me hizo caso. ¿Pero qué demonios estaba pasando? ¿Acaso todo el mundo se había puesto de acuerdo en ignorarme?

 

Decidí ir al cine, a distraerme un rato. Había una cola enorme para entrar, aún así, me puse en la fila, ocupando el último lugar. Esperé por media hora, pero cuando llegó mi turno, el dependiente cerró la ventanilla y colocó un cartel que rezaba: “NO HAY ENTRADAS”, hubiera agradecido alguna breve explicación o disculpa, dado el día que llevaba, pero recibí más de lo mismo. El empleado cerró sin contemplaciones y sin mirarme, ni tener la más mínima deferencia conmigo. Resignado me fui cabizbajo y malhumorado.

 

Después de pasear durante horas, decidí volver a casa en la micro, posteriormente a que varios colectivos pasaran de largo, haciendo oídos sordos a mis reclamos. Al cabo de un ratito entró un pobre pidiendo plata. Extendí la mano con un billete de mil pesos para dárselo al mendigo, pero éste pasó de largo, indiferente ante mi generosa oferta. Esto ya era demasiado. Hasta ese momento pensaba que todo podían haber sido casualidades, pero no, algo extraño estaba pasando. Cierto que yo era un tipo que en general pasaba desapercibido…pero nunca de una forma tan exagerada. Era como si mi peor temor se estuviera haciendo realidad: no ser nada para nadie. Terminar siendo alguien que le diera igual a todo el mundo, un don Nadie, un hombre invisible.

 

Apenado por tan tristes pensamientos, subí a mi departamento y me dirigí de inmediato al baño, pues tenía la vejiga llena hacía rato. Después de orinar, me eché agua fría en la cara, como para despertar de aquella especie de pesadilla, y después de secarme me miré al espejo y…Dios mío. No podía ser. No, tenía que estar soñando. Lo que veían mis ojos era espeluznante…ahora entendía todo…miré una y otra vez, me abofeteé la cara como para asegurarme que no estaba alucinando…no…era real, en efecto, ante el espejo se reflejaba la pared que estaba tras de mí…mi imagen no estaba allí.

 

Aterrado fui hacia una de las ventanas, buscando mi reflejo, por si fuera que el espejo tuviese alguna especie de extraño efecto óptico, pero tampoco encontré ni el más mínimo rastro de mí mismo.

 

Recordé que cuando partí en la mañana temprano hacia la universidad, había pasado por el cuarto de baño, pero no me había mirado al espejo (solía peinarme con las manos, echándome el pelo hacia delante, sin más, y no era muy dado a la auto contemplación, ya que nunca me había hallado demasiado guapo). Por eso no me había percatado hasta ahora de mi nueva condición: era invisible por completo. Lo extraño era que mi ropa también lo era y que yo, sin embargo, podía verme a mí mismo y también a mis prendas de vestir, pero estaba claro que los demás no me veían y que mi imagen no se reflejaba en los espejos.

 

¿Cómo era posible todo esto? ¿Sería alguna especie de poder que se había desatado en mí? Tal vez había leído demasiados cómics de súper héroes (cosa que me encantaba hacer) y, como don Quijote con sus libros de caballerías, había perdido el seso de tanto repasarlos. La idea, por descabellada, me hizo sonreír.

 

Caminé de un lado a otro de mi departamento tratando de encontrar alguna explicación a lo que me estaba pasando. Después de muchas vueltas, lleno de agobio y desesperación, salí a la calle, para comprobar que en efecto, mi invisibilidad fuera absoluta. Insulté a todos cuanto quise, me bajé los pantalones y le mostré el poto a un policía que pasaba, canté a voz en grito en el interior de una biblioteca, bailé encima de del mostrador de una farmacia y derribé todas las latas apiladas de un supermercado…nada llamó la atención de la gente. Mi invisibilidad era extraña: no solamente no se me veía a mí, tampoco se apreciaba nada de cuanto yo hacía. Era como si los objetos que yo lanzaba al suelo, los gritos que profería, las acciones que yo realizaba, fueran invisibles también, o por lo menos, resultasen indiferentes por completo, a todos los que me rodeaban.

 

De repente me vino un miedo terrible a la mente: ¿Y si, a causa de la soledad y el aislamiento en que vivía habitualmente me había vuelto loco y nada de cuanto me pasaba estaba sucediendo realmente? Tal vez todo estaba en mi mente, un brote de esquizofrenia o algo así. Pero no, no podía ser. Era todo tan real…

 

Decidí volver a mi departamento a reflexionar sobre mi nueva condición. Tumbado en mi cama empecé a pensar desde cuándo había empezado a sentirme mal conmigo mismo. Recordé el inicio de mi etapa de mayor soledad, cuando por motivo de estudios, tuve que trasladarme del campo a la ciudad y dejar mi familia y amigos de toda la vida. Nunca me había adaptado a la vida frenética de la urbe, y poco a poco, me había ido quedando aislado y sin amigos. Los que tenía estaban muy lejos, y con el paso del tiempo, todo el afecto había ido quedando como aletargado y empaquetado en algún lugar del corazón que con el tiempo, se fue tornando cada vez menos asequible, debido también a mi falta de iniciativa para mantener mis relaciones más queridas.

 

Recordé haber hecho muchos intentos de establecer nuevas amistades, pero todo el mundo tenía prisa siempre y  poco tiempo para ocuparse de conocer a un tipo feo y tímido, con pocos atractivos personales, como era yo. Cuando se organizaba una fiesta en la universidad, nadie me invitaba personalmente, ninguno me insistía en que fuera. Lo único que conocían de mí era el nombre y solamente unos pocos, pero en eso aventajaban a mis profesores, pues recuerdo alguno que después de todo un año de clases, me preguntó si era alumno nuevo.

 

La soledad vivida fue por momentos tan tediosa y angustiante que incluso pensé alguna vez en suicidarme… ¡cielos! Al recordar esto, de repente sentí como una angustia aún más espesa de la habitual. De repente se hizo una luz en mi interior. Agitado y nervioso corrí hacia el baño, movido por un presagio funesto, un destello de claridad que me hizo comprender cuanto estaba pasando…descorrí las cortinas de la bañera y…en efecto: allí estaba yo. Mi cadáver yacía pálido estirado sobre la bañera, llena de agua y sangre.

 

Ahora lo había recordado todo: Una noche salí al bar de la esquina, al que solía ir solo para ahogar las penas con una y otra cerveza. Allí vi a tres estudiantes de mi universidad, y con un alarde de valentía inaudito en mí, les saludé y les pedí que me incorporaran a su conversación. Justo estaba en eso cuando entró una chica linda, que flirteó con ellos y a mí me ignoró absolutamente. Salí muy enojado de allí y al llegar a mi casa, quebrado por tanta soledad y frustración, tomé un cuchillo de la cocina, me corté las venas y me metí en la bañera con agua caliente, para esperar la muerte.

 

Y ahora…me había convertido en un alma en pena que vagaba por la ciudad, en un estado de invisibilidad aún peor del que tenía antes. ¿Hasta cuándo tendría que estar en tan lamentable condición?

 

No lo sé. De repente pensé que en cualquier momento podía pasarme otra vez que empezara a soñar que estaba vivo y no recordar mi suicidio. No recordar, eso es, no quería recordar…diciéndome esto me fui relajando y me quedé nuevamente dormido.

 

Después desperté muy descansado y pasé un lindo día leyendo cómics de súper héroes y comiendo pizzas. En la noche, empecé de nuevo a sentirme solo y decidí ir al bar de la esquina. Allí reconocí a tres compañeros de la universidad. Venciendo mi habitual timidez, me atreví a pedirles que me incorporaran a su conversación.

 

Y allí estaba yo, por primera vez acompañado por tres colegas, en el bar que siempre frecuentaba en la noche. En ese momento llegó una chica muy linda, que además iba sola…

 


SI PUDIERA CORRER MÁS

 

Como cada mañana, Jan salió de casa temprano, corriendo a ritmo suave, para calentar sus músculos, aprovechando el camino hacia el estadio. Le encantaba sentir  en su piel el frío y la humedad de la típica niebla londinense, tan espesa en el amanecer.

 

Llegado al lugar de sus entrenamientos, hizo los ejercicios que le tocaban aquel lunes.

 

Una vez más terminó agotado y enojado consigo mismo por no poder realizar el objetivo que se había propuesto para ese día. Su ritmo promedio de minutos por kilómetro estaba 10 segundos por encima de lo deseado. Esos 10 segundos, que en sus mejores momentos de forma podían llegar a cuatro, se habían convertido para él en una auténtica obsesión, porque le separaban del triunfo que deseaba obtener en las olimpiadas.

 

Y es que para vencer a su principal rival, el etíope Jerome, debía superar ese muro, que hasta el momento, le parecía infranqueable.

 

A estas alturas, a falta de un par de meses para la gran competición del maratón olímpico, Jan ya lo había probado todo. Dietas, pesas, suplementos vitamínicos y toda clase de técnicas para el alto rendimiento, no parecían dar resultado. Es como si hubiera topado con el límite de sus fuerzas y éste fuera insuperable.

 

El estrés y la ansiedad que le producía su obsesión por mejorar el rendimiento, habían hecho que padeciera de insomnio y perdiera apetito, por lo que bajó un par de kilogramos de masa muscular, decreciendo aún más la velocidad de su carrera. Pero era un circulo vicioso, ya que al comprobar sus peores resultados, intensificaba aún más el entreno, con lo que cada vez estaba más delgado y agotado.

 

- Grrrr, si pudiera correr más, si pudiera correr más…- Se decía Jan maldiciendo su suerte, y eso que había ganado recientemente el maratón de Boston, pero el segundo puesto en el de New York, le había hecho entrar en este círculo obsesivo del que no conseguía escapar, por más consejos que le daban sus colegas y amigos. Superar al rival que le ganó, la nueva revelación africana, Jerome, se había convertido desde hacía un año, en su único pensamiento.

 

El mal humor y el pesar le estaban haciendo también, alejarse de sus seres queridos. No tenía tiempo para ellos. Su novia, aburrida por el ostracismo y el centramiento en sí mismo de Jan, había terminado por dejarle.

 

Jan ahora vivía sólo para ganar y ser el mejor, nada ni nadie le importaban más que esto.

 

Pero el día 6 de enero ocurrió algo que cambiaría para siempre su vida. Educado en la tradición católica, aunque alejado de la Iglesia, todavía conservaba cierta fe “a su manera”, quizá más por costumbre social y familiar que por verdadera conversión. Es por esto que la víspera de la celebración de los Reyes Magos, Jan le pidió a Dios que le diera nuevas fuerzas para mejorar su carrera deportiva, ya que sentía peligrar el futuro de lo que desde siempre había sido la profesión de sus sueños.

 

A las seis de la mañana, después de un frugal desayuno, partió a correr hacia el estadio, como hacía siempre. Pero cuando empezó su séptima serie de 1 km empezó a sentir una fatiga inusual. Sin embargo, no hizo caso y continuó su rutina de entreno, empleándose todavía más y más a fondo. En la serie doceava, corriendo a un  ritmo de 2:55 minutos por kilómetro, empezó a sentir una punzada aguda en el pecho, acompañada de un angustiante mareo, la visión se le nubló y comenzó a notar una especie de ingravidez en el cuerpo, enseguida perdió la consciencia…

 

De repente, despertó sobresaltado por un griterío de voces que martilleaba sus oídos, voces desgarradas que expresaban desesperación y ansiedad.  Después su visión volvió a la normalidad y pudo comprobar con estupor que se hallaba en un lugar desértico e inhóspito, rodeado de personas de aspecto árabe, que corrían como si les fuera la vida en ello. Progresivamente fue tomando consciencia de su cuerpo y se dio cuenta de que él estaba corriendo también, aunque lenta y tortuosamente. Miró hacia abajo y con espanto pudo comprobar que le faltaba una de sus piernas, lo que le hacía correr entre el pelotón de rezagados, juntos a otros mutilados como él y también con viejos y algunos niños muy pequeños. Su cuerpo ahora lucía una piel seca y morena, como tostada por horas y horas de sol. En el horizonte pudo divisar lo que motivaba la carrera de aquellas gentes: Unos paracaídas, lanzados por la Cruz Roja, descendían desde lo alto, portando cajas de comida, medicinas y algunas piernas ortopédicas.

 

Los más rápidos eligieron primero y se llevaron todas las provisiones, medicinas y equipamientos que pudieron cargar, apenas unos pocos restos quedaron para Jan y sus lentos compañeros.

 

De repente Jan se dio cuenta de que entendía la lengua de las personas que le rodeaban, a pesar de que nunca había estudiado árabe y comenzó a entablar conversación con éstas. Le contaron cómo vivían miserablemente en aquel poblado abandonado del mundo y plagado de minas anti-persona que iban mutilando lentamente a los habitantes del lugar, y cómo aquellas ayudas humanitarias que llegaban de vez en cuándo eran la única expectativa de mejorar su penosa condición. Un hombre viejo y mutilado también de una pierna, le decía:

 

- Si pudiera correr más, si pudiera correr más…- Las palabras del viejo atravesaron el corazón de Jan… Recordó cuántas veces había pensado él eso mismo, en su afán de ganar a toda costa la medalla de oro que tanto soñaba. Se hizo consciente de la vanidad y de los deseos de fama y prestigio internacional que habían seducido su corazón hasta convertirlo en un hombre solitario y obsesionado con el triunfo…en cambio, aquel pobre viejo se lamentaba de no poder correr más rápido para obtener los alimentos que con urgencia necesitaban él y su familia y conseguir una nueva prótesis que le permitiera caminar mejor…se sintió avergonzado de sí mismo, mientras escuchaba una y otra vez el lamento del pobre anciano “Si pudiera correr más, si pudiera correr más, si pudiera correr más…”

 

De repente se encontró de nuevo en el estadio, tumbado en el suelo, mientras otro atleta le daba suaves bofetadas en la cara como para despertarle.

-         ¿Dónde estoy?- Preguntó Jan.

-         Estabas entrenando y te desmayaste… ¿Te encuentras bien?- Le explicó el deportista que le había socorrido.

-         Sí, sí, gracias…ya estoy bien.

 

Jan volvió a casa profundamente conmocionado y lleno de interrogantes. Después de descansar un rato, se puso a navegar por Internet, interesado en buscar lugares del mundo donde pudieran darse situaciones similares a las que había visto en aquella especie de sueño, visión o tal vez conexión con otra alma,  tras su desvanecimiento en la pista de atletismo. Le asombró encontrar tantos sitios donde las minas anti-personas, la miseria y el hambre hacen estragos en la población, sobre todo en el lejano Oriente. Recordó que era el día de los Reyes Magos, aquellos reyes venidos también del Oriente y se preguntó si su petición a Dios habría sido respondida a través de aquel incidente en el entrenamiento.

 

A partir de ese día Jan cambió radicalmente el curso de su vida. Decidió dar un enfoque solidario a su profesión y desde entonces siempre corrió para recaudar fondos e ingresarlos en la cuenta de una ONG de los jesuitas, que luchaba por la promoción humana de personas dañadas por las minas anti-persona y por la erradicación de este tipo de armas en el planeta. Volvió con su novia, recuperó a sus amigos e hizo muchos más. Su rival Jerome le ganó en las olimpiadas, pero no le importó. Ahora su carrera deportiva brillaba como jamás antes, tal y como le había pedido a Dios aquel día de Reyes. Era más feliz que nunca.


AMENAZADO DE MUERTE.

 

Cuando te han amenazado de muerte, ya nada vuelve a ser como antes. Se siente como una especie de nostalgia, un intenso deseo de volver a recuperar tu vida tal y como era antes de ese fatal momento, en que una mente criminal te dejó un mensaje diciendo que tus días están contados.

 

Y es que la amenaza te deja un sabor amargo, una cierta angustia e inquietud que no se disipa nunca, por más medidas de seguridad y precauciones que uno tome, o por más esfuerzos que se realicen para hacer una vida lo más placentera posible y distraerse del tema. Una y otra vez vuelve el miedo y la obsesión: es como esa típica mosca repugnante y molesta, que cuanto más la azuzas para que se vaya, más insiste en quedarse, como si encontrara gusto en hacerte rabiar.

 

Es terrible no saber cuándo ni dónde puede suceder, ni quién será el agente encargado de tan sucio trabajo. En todo momento uno queda expuesto a la incertidumbre y la inseguridad. ¿Será mientras duermes? ¿En la calle, de camino al trabajo? ¿En el trabajo mismo? Ningún lugar, ninguna compañía te parecen suficientemente seguros como para eliminar por completo tu ansiedad.

 

Sin embargo no hay peor compañera para estos casos que la soledad. Así que en la medida de lo posible, procuré rodearme de gente y aferrarme a mis seres queridos lo más que pude, esto, como decía antes, no te quita del todo el ansia, pero conforta y da fuerzas para seguir adelante, a pesar de todo.

 

Incluso consulté a algunos entendidos, que según me habían dicho, conocían a mi enemigo, buscando alguna solución definitiva, pero nunca ninguna teoría me dejó del todo convencido. El primero me aconsejó tratar de agradar a mi verdugo, ya que tal vez mi buena conducta pudiera conmoverlo y así otorgarme el beneficio de vivir más tiempo y una muerte al menos un poco más dulce. Lo de morir era seguro, pues se sabía que mi perseguidor no había perdonado la vida ni tan siquiera de su propio hijo. El segundo me propuso huir lo más lejos posible, aunque me advirtió que no conocía personalmente ningún caso que hubiera conseguido escapar de sus garras. El tercero me dijo que era tonto por creer verdadero a mi presunto atacante, que tenía más de leyenda y cuento chino que de realidad y que seguramente habría sido otro, el responsable de los crímenes que yo le imputaba. Pero el más absurdo de todos mis consejeros fue uno que trató estúpidamente de convencerme de que el asesino que me buscaba era bueno, y que tenía sus razones para hacer lo que hacía, aunque yo no lo entendiera.

 

Quedé muy enojado, confuso y perplejo, peor de lo que estaba, ante tanta variedad de consideraciones. Pero lo cierto es que otros ya habían muerto, y si bien no podía saber seguro quién era responsable de sus muertes, y si el verdugo era en efecto el mismo que del que yo sospechaba, igualmente estaban muertos, y eso me asustaba.

 

Me aterraba el hecho de que hubieran fallecido, pero también la forma. Mi mujer fue torturada durante 6 horribles años hasta que por fin, el villano le quitó la vida del todo. ¿Qué mente perturbada podía planear y ejecutar algo así? No me cabía en la cabeza cómo alguien podía ser capaz de tanta maldad. Mi hijita, machacada brutalmente…no le quedó ni un hueso sano, después del brutal aplastamiento al que la sometió. Al menos a ella, le concedió una muerte instantánea y ojalá le resultara rápida e indolora, a mi pobrecita criatura. Y mi hermano querido…todavía lloro cuando recuerdo su cadáver, acuchillado en plena vía pública. El cruel homicida me dejó prácticamente solo, con unos pocos amigos, pero sin mi familia más directa y encima amenazado de muerte, y sin ninguna esperanza de salir victorioso de semejante aprieto. ¿Qué podía yo hacer ante un drama de estas proporciones?

 

Entonces hallé la solución que me pareció más noble y valiente. Ya que era inevitable el desenlace fatal, dada la fama de implacable de mi temible adversario, decidí privarle del gusto de ensañarse conmigo de la forma que le pareciera, y tomé la firme decisión de suicidarme. Al menos moriría libre, de la forma y el día que yo quisiera.

 

Y como no sabía cuándo, ni dónde podía ser yo sorprendido por mi rival, me dispuse a hacerlo cuanto antes.

 

Firmemente decidido, con los latidos de corazón golpeándome con furia el pecho y las sienes, fui hasta la mesita de noche, saqué la pistola que allí guardaba y me volé la tapa de los sesos.

 

Cuando recuperé la conciencia, una música suave y agradable, un olor exquisito y una intensa sensación de ser amado me envolvían con una dulzura que si bien me era reconocible por parecerse a experiencias de afecto anteriores, no tenía comparación con nada probado hasta entonces, pues su extremado ardor y el modo en que me colmaba, era novedoso e inefable. Me di cuenta enseguida de que estaba por fin cara a cara con el que yo creí tantos años mi perseguidor y sicario: Dios.

 

Sin expresarse con palabras, con un tierno abrazo, me hizo comprender los muchos errores en que yo había incurrido, malogrando gran parte de mi existencia. Me hizo entender que Él nos había creado para la Vida, no para la muerte, y una vida eterna, feliz y sin fin. Me aclaró que no tuvo la culpa del cáncer de mi mujer, ni del atropello de mi hija por aquel fatídico camión que se saltó el semáforo rojo, ni de que aquel delincuente usara mal su libre albedrío y acuchillara a mi hermano por no haberle dado el dinero que quería.

 

Ahora comprendía que Dios solo intervenía enviando la fuerza y el amor de su Espíritu a las personas, y no se metía a trastocar las leyes de la naturaleza, a las que había dotado de autonomía, ni tampoco forzaba o menguaba la libertad otorgada a los seres humanos. Por fin también, pude captar el sentido y el significado del sufrimiento en el mundo y dejó de ser para mí una prueba de su maldad. Entendí lo necesario que era éste, en su divino plan de salvación universal, y como nunca antes, comprendí todas las razones que encerraba ese gran Misterio. Me sentí avergonzado y confundido, arrepentido y culpable, después de saber todo esto y darme cuenta de la magnitud de mis errores y pecados. Pero Dios siguió abrazándome, más y más fuerte, durante un tiempo incalculable, hasta desvanecer toda mi tristeza y dejar puro y limpio mi corazón. Supe que con Él, siempre era posible empezar de nuevo.

 

Entonces desperté en el hospital. Las enfermeras se asombraron, y entre nerviosismo y alegría me explicaron que había estado en coma tres años, y que no se explicaban mi milagroso retorno. En ese momento sonreí contento. Yo sí tenía una explicación. Una bella y grandiosa explicación, que ardía en deseos de contar a todo el mundo.

 


MEMORIAS DE UNA VAGABUNDA.

 

Como experimentada vagabunda, posteriormente a viajar por muchos lugares y conocer todo tipo de gentes, he llegado a algunas conclusiones, que me gustaría contarles a modo de memorias, ya en las postrimerías de mi existencia, después de una vida entera dedicada al estudio del género humano.

 

Siempre me llamó la atención el modo de organización en clases, de más a menos dinero, como sabiamente señalara Marx ya hace bastantes años. Clases en tensión y en lucha por el poder, eternamente enfrentadas.

 

Mi experiencia con los de más plata, la llamada clase alta, no fue muy placentera. Recuerdo que una vez, mientras casualmente sonaba en la radio la genial canción de los Rollings “satisfaction”, me di un atracón en la cocina de unos ricachones,  creyéndome sinceramente invitada: al poco tuve que vomitarlo todo, pues los muy desgraciados trataron de envenenarme. Ese es el estilo general de esa gente: muy limpios y engalanados por fuera, pero podridos de egocentrismo y malas intenciones por dentro. Fue la única vez que probé suerte con la alta alcurnia, y no me quedaron ganas de repetir. Además, con tanto dinero, invierten hartos recursos en alejar intrusos y seres no deseables, que como yo, son de baja condición, así que decidí no volverlo a intentar nunca más.

 

Con la clase media me fue algo mejor y conseguí vivir bastante bien algún tiempo, sin embargo acabaron también por despedirme, usando toda clase de trampas para conseguirlo, eso sí, pues nunca se atrevieron a decírmelo directamente, los muy cobardes. ¡Triste condición la mía, siempre echada de todas partes! Encontré que esta clase no era mucho mejor que la anterior, pues criticaban a los de arriba por ser ostentosos y superficiales, pero ellos se morían de la envidia y no vivían más lujosamente, no por austeridad, sino por falta de dinero para realizar las fantasías hedonistas que a menudo les rondaban. Dinero, dinero… ¿por qué les volverá tan locos a todos?

 

Por último hablaré de mi clase favorita, los más pobres. Ellos siempre me acogieron y alimentaron y compartí y conviví con ellos el tiempo que quise. Por eso yo y otras muchas amigas compartimos techo y pan con ellos, codo con codo, y así seguirá siendo, hasta el resto de mis días. Lo bueno es que esta clase va cada vez en aumento, con lo que, mi futuro y el de mis hijas y nietas, está más que asegurado.

 

Es curioso cómo estas tres clases luchan entre sí desde hace tantos siglos y de qué manera pelean a veces hasta matarse. Y se da una ley que se cumple implacablemente: El de arriba desprecia y oprime cuanto puede al de abajo y el de abajo critica el despotismo y la injusticia del de arriba, pero cuando el de abajo consigue llegar arriba, es tan o más despótico e inicuo que el anterior. Qué penoso.

 

Y todo por tener más o menos billetes en la mano. Parece que eso es lo que más importa a los humanos, sean de la clase que sean. Siempre quieren más y nunca quedan satisfechos. Y eso que la naturaleza les ofrece bienes y alimento para todos, pero unos pocos se esfuerzan en acapararlo todo, mientras otros muchos pasan hambre. Realmente el ser humano es un depredador voraz…el peor de todos…incluso para sí mismo.

 

El otro día sentí un fuerte rugido de la Madre Tierra. Parece que está enojada. Y no me extraña en absoluto, ya que el balance de la gestión humana ha supuesto poner a casi dos millones de especies animales en peligro de extinción, una deforestación del 50% en bosques tropicales, destrucción de la zapa de ozono, calentamiento del planeta o aumento del efecto invernadero debido a la emisión descontrolada de gases, especialmente de dióxido de carbono; contaminación progresiva en mares y ríos, lluvias ácidas, trastorno climático, desertización, contaminación acústica, pueblos enteros sometidos a sequías o a desastres naturales, y otras tragedias ecológicas, que por no alargarme tanto, prefiero obviar.

 

Ante todo esto, mi última conclusión es que El homo sapiens tiene sus días contados y creo que ya toca, incluso me atrevería decir que conviene un relevo en la cúspide de la pirámide natural.

 

No está bien que yo lo diga, pero creo que nosotras lo haríamos mejor. Nos adaptamos a todo, comemos cualquier cosa y no solo no contaminamos, sino que limpiamos de basura los terrenos donde habitamos. Somos pacíficas, excepto cuando nos agreden o tenemos hambre, y es cierto que a veces devoramos a nuestros propios hijos, pero solo cuando no tenemos otra cosa para comer, ¡y es por supervivencia, no por gusto, como hacen algunos humanos!

 

Además somos humildes, no como los hombres, que se creen el centro de todo, la cumbre de la evolución y demás patrañas, y se autodenominan sapiens, cuando en realidad son ignorantes y zafios, y para probar esto no hace falta más que echar una miradita al mundo maltrecho por la falta de inteligencia en el aprovechamiento de sus recursos. Se piensan que son la única especie inteligente de la tierra –solo porque usan un lenguaje articulado- y desconocen el modo de comunicación telepática que usamos entre nosotras y con la Madre Tierra, así como el de otras especies. Pero pronto saldrán de su error, cuando conozcan de verdad nuestro poder y bajen unos cuantos puestos en la escala, como hace tiempo se merecen.

 

Solamente los insectos podrían hacernos sombra, pero creo firmemente, que ganaremos nosotras.

 

En fin, han sido unas breves consideraciones, nada más, pero un apetitoso olor a queso me está atrayendo, así que dejaré mis memorias para otro momento. Tal vez cuando las termine, ustedes los humanos ya no estarán en la cúspide, así que disfruten de su hegemonía mientras puedan. Se despide con ternura, una pobre vagabunda, antropóloga de afición y miembro de la humilde y bella especie que está llamada a sucederles: LAS RATAS.

 


LAS PRUEBAS DE ARTELEK

 

El planeta Magistralia es el lugar donde todos los espíritus vienen a obtener su título de Maestros, para después ser repartidos por el Universo, allí donde más falta hagan.

 

Una vez llegó allí Artelek –el espíritu del Arte- y se presentó al Consejo de la  Triple Sapiencia, para iniciar su aprendizaje.

 

Las tres voces del Consejo le dijeron al unísono:

 

A Cavernalia has de ir,

para tu arte bien vivir”.

 

Y así fue como Artelek se fue para Cavernalia, sin más explicaciones ni encargos.

 

Los caverninos habitaban Cavernalia desde hacía años inmemoriales y su modo de vida era simple: Comer, beber y divertirse mientras el sol luciera sobre sus cabezas (cosa nada difícil, pues en aquella zona de Magistralia, no se ponía nunca el sol).

 

Artelek interpretó que el Consejo lo había mandado allí para ganarse el aplauso de los caverninos mediante su Arte, así que, tras haber concluído  esto, se dedicó con ahínco al estudio de la mente cavernina –lo cual no le llevó mucho tiempo, pues en realidad era muy poca la materia a investigar- y amoldó y rebajó su arte todo cuanto pudo para que encajara con la idiosincrasia del lugar.

 

El resultado fue apoteósico y Artelek se cubrió de gloria y honores, aclamado e idolatrado por multitudes caverninas, que lo consideraron un dios.

 

Contento de su gran éxito se presentó ante el Consejo. Pero después de un grave silencio, las tres voces se pronunciaron diciendo:

 

Tu Arte malograste,

por tanto: reprobaste

 

Cabizbajo y entristecido Artelek volvió a Cavernalia y durante mucho tiempo no creó nada, pensando y discerniendo sobre qué hacer para alcanzar el grado de Maestro que tanto anhelaba.

 

Entonces tuvo una idea y se entregó con energía a su nueva creación. Esta vez haría algo intrincado y vanguardista, para mentes que gustan de las alturas excelsas y de las profundidades recónditas donde solo una elite exquisita puede aspirar a llegar.

 

Cuando llegó el día de su magna exposición, el abucheo fue máximo y los caverninos, aburridos, se fueron, como siempre, a comer, beber y divertirse bajo el sol.

 

Contento por su esperado fracaso, Artelek se presentó de nuevo ante el Consejo, esperando ya por fin obtener su graduación. Pero la Triple Sapiencia pronunció como una sola y a la vez múltiple voz:

 

Tu Arte de nuevo has malogrado

por lo tanto, otra vez: reprobado

 

Compungido y triste, Artelek viajó al territorio de Nadallín, donde, como el propio nombre indica, no hay nada ni nadie allí.

 

Harto del Consejo y de sus pruebas y de la ignorancia cavernina, Artelek decidió establecerse en aquel desértico lugar y dedicarse a crear a su aire y a su gusto, sin preocuparse de agradar al Consejo ni a los caverninos, ni a ningún ser del Universo. Dejó que su arte le brotara de dentro, sin represión ni tapujos, sin temor al fracaso ni pretensiones de triunfo; y todo el caudal de belleza que emanaba de su corazón se desbordó en un torrente de creación gloriosa y estética.

 

El resultado fue maravilloso y Artelek sonrió contento y satisfecho y decidió dedicarse por entero a producir para siempre su Arte, por el Arte en sí mismo, sin dejar que nada ni nadie pudiera desviarlo de aquella bella misión a la que quería consagrarse.

 

Y fue entonces, cuando el Consejo irrumpió de repente y con su triple voz al unísono dijo en tono firme y claro:

 

Esta vez sí has sido

fiel al divino Arte:

Que tu inspiración embellezca,

al mundo del que formes parte

 

 

 

Y con estas palabras el Consejo dio el título de Maestro a Artelek y lo envió al Universo, para que iluminara las mentes de todos aquellos seres, que con sincero corazón buscan la Belleza, por la Belleza en sí misma.

 

Si usted quiere ser un verdadero artista, al que no ensoberbezca el éxito ni le deprima el fracaso, aprenda de Artelek y ruéguele su inspiración, para que la Belleza fluya y así su mundo, se torne un poco mejor.


EL MARTIRIO.

 

Faltaba poco, muy poco, para consumar mi martirio. Unos segundos más y todo habría terminado. Mi vida entera desfiló ante mí, reconcentrada, a modo de recordatorio final o despedida. Es increíble lo rápido que una piensa en esos instantes.

 

Recordé mi venida a este mundo allá donde nace el río, un día de primavera en el que la naturaleza desbordaba de belleza y colorido por doquier.

 

Desde la infancia, mis educadoras me habían enseñado a trabajar y a entrenar duro, pues era necesario estar concienzudamente preparada para enfrentarse al Enemigo.

 

Me entregué con mucha pasión al ejercicio físico, desde que tengo uso de conciencia estuve siempre en movimiento, constantemente alerta y dispuesta para el combate; lista  para pelear por aquellas a las que amaba.

 

En la lucha era vital saberse apoyar y coordinar con otras. Se trataba de trabajar en equipo. Sabíamos que solas no podíamos lograr gran cosa, pero unidas, era posible la esperanza.

 

El Enemigo nos aprisionaba y oprimía desde hacía siglos y a menudo caíamos en el desánimo y el tedio. Parecía muy poco lo logrado, mucho el esfuerzo para tan pobres resultados. Bastantes dimitían descorazonadas, ante la lentitud del cambio, se evaporaban de repente, abandonando a sus hermanas, dejándolas solas en la pelea por mejorar las condiciones de vida en que vivíamos sumergidas. Otras quedaban estancadas por las dudas y terminaban pudriéndose en una estéril falta de compromiso y determinación. Algunas se mantenían indiferentes a todo y se hacían de hielo, para no sufrir y dejar pasar el tiempo, sin demasiadas complicaciones. Y muchas sencillamente vivían el presente buscando sus placeres más inmediatos, sin mayores planteamientos, ni preocupación por las siguientes generaciones, ni por nada que no fuera bañarse en el propio gusto.

 

Yo también viví esas incitaciones, sobre todo en mi adolescencia, cuando una pone en cuestión todo lo que sus mayores le enseñaron. Incluso llegué a pensar que el martirio de otras compañeras, sus vidas sacrificadas, habían caído en saco roto, ya que el Enemigo seguía impidiendo nuestro avance, firme y poderoso, pétreo e inexpugnable, casi indiferente a nuestros constantes intentos de cambiar el orden establecido. Es cierto que había habido avances, pero eran tan pequeños, tan insignificantes, que la desmoralización era una tentación permanente en nuestras vidas.

 

Sin embargo, ya adulta, me di cuenta de que no ganábamos nada cayendo en la autocompasión y el derrotismo. De qué serviría renunciar a la lucha y llevar una vida tranquila, si esa vida era de esclavitud y alienación. Para qué disfrutar del río y sus peces, del aire y los bellos paisajes de nuestra tierra, si nuestro destino era estar encerradas, clausuradas, obligadas a estar para siempre en aquel pequeño valle, cercenadas por una cárcel de piedra que nos impedía ser nosotras mismas, ser libres para ir por donde quisiéramos, hasta perdernos en el infinito horizonte que se adivinaba tras las rocas de nuestro cautiverio.

 

No. Valía la pena intentarlo. Y eso es lo que hice. Consagré mi vida a la causa. Sabía que mi camino y el de otras mártires no era para todo el mundo. Por eso nunca forcé a nadie a seguirme, pero sí agradecí la colaboración y el apoyo de muchas, que si bien sentían que esta opción no era para ellas, sin embargo, nos ayudaron en cuanto estuvo en su mano hacer. No todas teníamos la misma misión en esta lucha, por eso yo respeté siempre otras formas de batalla.

 

Renuncié a todo y junto a otras compañeras me dediqué a prepararme para el Gran Sacrificio, el momento que algunas de nosotras aceptábamos voluntariamente: dar la vida por nuestras amigas, por el bien común, el bien de nuestra gente. Para que algún día, conseguida la libertad de nuestro pueblo, fuéramos recordadas con gratitud y otras pudieran disfrutar de lo que a nosotras nos fue vedado: una vida en libertad, una vida digna, sin muros que nos repriman y asfixien, sin enemigos que pongan freno y obstáculos a nuestro desarrollo, una vida feliz y plena para todas.

 

Y ese momento sublime y dramático, ese instante en el que todo lo que has sido emerge de pronto haciéndose fuerte y manifiesto como nunca, había llegado. Y, a pesar de saber que contaba con el apoyo y el amor de tantas, y de creer firmemente que un mar eterno de amistad y comunión me esperaba al otro lado, sentí soledad y miedo. Soledad porque nadie podía hacer esto por mí, era mi responsabilidad, mi vida, mi ser el que se entregaba y se inmolaba sin vuelta atrás, aceptando todas las consecuencias de aquel acto. Miedo…al dolor, a la inutilidad de mi gesto, a que no hubiera nada al Otro Lado…

 

Pero mis principios y mi fe fueron más fuertes y seguí adelante, con mayor ímpetu y brío, haciendo acopio de todas mis fuerzas, y así, seguí avanzando, cada vez a mayor velocidad, hasta que por fin llegó la hora, el momento culminante, el salto hacia lo desconocido, la entrega total. Sin frenarme ni pensarlo más, salí disparada del torrente del río y me estrellé contra el Enemigo, el muro de piedra que nos impedía acceder al océano.

 

Antes de extinguirme por completo y ya viendo mi cuerpo saltar en mil pedazos pude darme cuenta del pobre resultado del impacto; apenas un infinitesimal fragmento de roca se desprendió por mi causa. Sin embargo sentí una extraña satisfacción: aquella minúscula porción, aquella leve erosión producida, eran mi aporte a la causa de mi pueblo, era lo que yo había podido dar, lo que daba sentido a toda mi vida, a toda mi entrega anterior. Y llena de felicidad, desaparecí, desintegrada.

 

Sin embargo, después de un tiempo incalculable, como despertada de un agitado sueño, amanecí al Otro Lado. Fue una sensación increíble. Era un sentimiento de comunión máximo, un gozo nuevo, más allá de lo que nunca había podido imaginar. Estaban allí todas las gotas que anteriormente a mí se habían estrellado contra las rocas para horadarlas, como había hecho yo. También se hallaban las que siempre nos ayudaron o apoyaron de alguna manera nuestra causa. Y, así, en aquel océano sin fin en que me encontraba sumergida, pude ver el Muro de piedra derruido por completo y la bravura y fuerza del río, que ahora, libre de trabas, desembocaba salvaje en el Océano. Habían valido la pena todos y cada uno de los esfuerzos realizados. Éstos formaron parte de un plan, trazado desde antiguo, en el que cada pequeño pedazo de roca desprendido había contribuido a la gran obra que ahora, extasiada, contemplaba. Era hermoso sentirme “yo” al tiempo que océano, saber que éramos millones y millones, pero desde esa exuberante multiplicidad, a la vez, éramos Una.

 

La gota horada la piedra, no por su fuerza, sino por su constancia.

Publio Ovidio Nasón, poeta romano.


EL AJEDRECISTA SINIESTRO.

 

Inicié la partida con “e4”, en honor al gran maestro Bobby Fischer, pues él siempre decía que todos los que no salen así son unos cobardes. Y es que e4 da pie frecuentemente a  aperturas muy abiertas y generalmente agresivas, propia de jugadores que gozan más de las combinaciones inspiradas que de la sólida, pero aburrida, estrategia posicional.

 

-         Vaya, veo que eres agresivo y que te gustaría poder simplificar y resolver rápido todos los problemas…pero no creas que eso es una virtud.

 

Quedé sorprendido y enojado ante el descaro de un contrincante al que apenas acababa de conocer. ¿Y qué demonios sabría él de mi forma de ser? ¡Será posible! ¡Estaba haciendo suposiciones a partir de una sola jugada!

 

-         Bueno…es pronto para opinar…queda mucha partida por delante… ¿no?- Dije, con rabia contenida, procurando ser diplomático, a pesar de todo.

 

Pero el comentario de mi adversario me desconcentró y cometí un fallo que le dio ventaja posicional, con lo que en la fase de juego medio la situación era ya insostenible y tuve que abandonar, abochornado.

 

Me fui despidiéndome con un adiós que pareció más bien un gruñido y citando a mi oponente para el día siguiente a la misma hora. Como hacía siempre después de la partida de la tarde, fui a relajarme con mi amigo, el camarero del bar (donde se albergaba el club de ajedrez), con el que me gustaba charlar mientras tomaba una helada cerveza.

 

-         ¿Qué tal te fue hoy?- Me preguntó, tan cortés como siempre.

-         No fue un buen día. Creo que debo cambiar mi estrategia y no salir más con e4.

-         ¿Pero no era esa tu salida favorita? ¿No era esa la apertura de los grandes campeones, como me decías ayer?

-         Bueno, los grandes campeones cambian de opinión y no se estancan siempre con las mismas jugadas, la variación y la creatividad, son típicas de los genios.

 

Mi amigo asintió con amabilidad y expresión interesada, me gustaba cómo acogía siempre mis palabras con veneración, como si yo fuera un gran sabio.

 

Una vez en casa, saqué mis libros de ajedrez y me dediqué al estudio hasta que me dormí sobre el tablero, como solía sucederme. Hacía semanas que no llegaba a meterme en la cama, pues me enfrascaba tanto en la lectura y en los ejercicios de entreno, que el sueño me sorprendía en mi mesa de trabajo. Después amanecía dolorido y apesadumbrado, a veces con las marcas de las piezas grabadas en mi cara.

 

Pero una ducha fría y un buen café cargado me dejaban listo para volver al ataque.

 

Pasaba las mañanas estudiando y practicando con el computador en el nivel máximo. Comía mientras seguía jugando y después de comer me dedicaba a resolver problemas de ajedrez, uno tras otro, hasta las cuatro de la tarde, hora en que me iba al club a practicar contra mi nuevo y antipático oponente. Apenas le conocía, ya que hacía dos días que le había encontrado sentado en la mesa que yo solía ocupar y, a pesar de su aspecto, que rezumaba un algo siniestro difícil de describir, le había preguntado si quería jugar una partida.

 

Así fue como iniciamos nuestra particular contienda. No era usual que yo perdiera tan fácilmente con alguien, pues me consideraba un jugador bastante fuerte, con serias aspiraciones al título mundial. Por eso me quedé picado con el enigmático jugador que el día anterior me había ganado. Nunca lo había visto antes en el club, ni en ninguna competición o revista de ajedrez, por lo que probablemente, para humillación mía, era casi seguro que había sido derrotado por un simple aficionado. Y esto a falta de tres semanas para disputar el torneo más importante de mi vida, cuando más necesitaba sentirme seguro de mis posibilidades.

 

Como mi rival me había dicho, en efecto, en ajedrez me gustaban las aperturas abiertas y agresivas, porque permitían simplificar y resolver los problemas del inicio muy rápidamente. Quizá era porque en la vida real me pasaba lo contrario. Mi tendencia a dar vueltas y más vueltas a todo, me ralentizaba sobremanera, y tal vez por eso mismo trataba de compensar esa inclinación, actuando de modo contrario sobre el tablero.

 

A las cuatro y cuarto de la tarde ya estaba otra vez frente a mi enemigo. Nuevamente me ofreció jugar con blancas, como si tratara de darme otra oportunidad para poder resarcirme de mi mala actuación anterior.

 

Decidido a conseguir la revancha lancé mi primer movimiento: d4. Esta vez ensayaba una apertura cerrada, en general más conducente a estructuras complejas, donde la estrategia posicional se desarrolla más lenta e intrincadamente. Quería ser más cauto y prudente que el día anterior. Temí que mi adversario dijera alguna estupidez, pero por suerte se quedó callado. La partida fluyó lánguidamente, con una cerrada defensa India de Rey por parte de las negras. En la jugada 9, recordé que la posición permitía hacer el movimiento que Kramnik recomendaba en los libros de teoría, así que, convencido, imité con mi movimiento al gran maestro. Era una línea de juego que le había valido el título mundial contra Kasparov, y por eso me inspiraba una gran confianza.

 

- ¿Siempre te basas en los grandes maestros para actuar? Esa es la diferencia entre los genios y los mediocres: los primeros innovan, los segundos copian. Lo que a Kramnik le servía puede no valer para ti. ¿No has pensado en eso?

 

Me sentí de nuevo humillado e indignado. ¿Pero qué se había creído este estúpido? Nunca había jugado contra alguien tan mal educado. Pero no sé por qué, no se me ocurría qué contestarle. Simplemente me quedaba callado y trataba de traducir mi rabia en jugadas, como si fueran golpes de boxeador enojado. Sin embargo, cuando la pasión nubla la cabeza, al menos en ajedrez, es derrota segura. Nuevamente mi impulsividad me condujo al desastre y en la jugada 42 tuve que rendirme.

 

-Por lo menos me has durado más que ayer.

 

Esa frase me dolió todavía más que todas las anteriores. Gruñí de nuevo concretando la hora para el día siguiente y me fui a tomar mi cerveza helada.

 

-         ¿Qué tal…

 

No dejé a mi amigo camarero terminar la frase. Con un gesto de mi mano le indiqué que no quería ni hablar del tema. Apuré mi cerveza de un trago y le pedí otra.

 

-         Vaya, parece que hoy no te sientes demasiado bien…

 

Asentí con la cabeza y mientras mi amigo hacía sus labores tras la barra, permanecí un buen rato en silencio, con la cabeza entre las manos y la mirada perdida, hasta que sentí fuerzas para irme a casa.

 

En la noche jugué 10 partidas on line contra jugadores de más de dos mil ELO y les gané a todos sin piedad. Es curioso como un juego tan pacífico en apariencia, contiene tan grandes dosis de violencia. Sin embargo, aunque un poco de agresividad es necesario, si uno no la sabe encauzar, puede afectar a la concentración y conducir al desastre, como me pasó en la partida de la tarde. Era mi segunda derrota seguida, después de medio año de victorias. Tenía que prepararme mejor para el día siguiente. Analicé bien todos mis fallos, repasé partidas de los grandes maestros…ahí me acordé del aguijonazo que me endosó mi rival: “¿Siempre te basas en los grandes maestros para actuar?” Quizá tenía razón. Tal vez debiera dejar la teoría a un lado y lanzarme a la aventura.

 

Al día siguiente, a la hora acostumbrada, mi enemigo con su habitual prepotencia y sombrío semblante, me volvió a ofrecer blancas y yo acepté gustoso, pues ansiaba sorprenderle con mi nueva apertura. Moví a3. Una jugada aparentemente ridícula, que no hacen ni los principiantes. Era como devolverle la fanfarronada. ¿Me dejas las blancas? Bien…pues yo te regalo la iniciativa. Empate psicológico.

 

-         Mmm… una apertura del todo “psicológica”. Pero no creas que me sorprende, de hecho lo esperaba. Eres tan previsible…

 

¡Previsible! El desgraciado ya se estaba excediendo con sus comentarios, aquello era demasiado. No hay peor ofensa en ajedrez a que te llamen previsible. Es como que te digan que no tienes capacidad de crear nada nuevo. Que eres repetitivo, monótono, aburrido, sin brillo alguno. Sin embargo, nuevamente me quedé callado y procuré concentrarme y demostrarle mi superioridad jugando. Pero me quedé clavado y no moví pieza alguna, hasta que sin poder contenerme le dije:

 

-         ¿Y cómo pudiste estar tan seguro de que iba a optar por una apertura “psicológica”? En ajedrez hay 20 primeras jugadas posibles para las blancas. ¿Qué te hizo saber que elegiría una de las catalogadas como psicológicas? ¿Sabes qué creo? ¡Que te marcaste un farol!

-         ¿Y cómo tú estás tan seguro de que fue un farol? – dijo mientras respondía a mi primera jugada con un seguro y contundente “e4”.

 

Ahí me dio nuevamente en el clavo. Estar o no seguro de algo. Ese había sido mi punto débil toda mi vida.

 

Mi mente voló hacia el pasado, cuando en la adolescencia pasaba horas divagando sobre la seguridad o no de la existencia de todo cuanto me rodeaba, incluido yo mismo. ¿Cómo podía estar seguro de si mi “yo” era real o una farsa? Tal vez creía estar viviendo aquella vida y de repente un día despertase en un frío hospital psiquiátrico, dándome así cuenta de que era una víctima más de una delirante esquizofrenia. O quizá era todo un sueño fruto de alguna droga alucinógena de esas que alguna vez había probado. O a lo peor existía algún genio maligno de gran poder e inteligencia que ponía todo su empeño en inducirme a error, como dijera Descartes, en su famoso Discurso del método. Y así pasaba horas, pensando posibles engaños y tratando de hallar algo que pudiera tranquilizar mi apetito insaciable de certezas que no pudieran cuestionarse.

 

La solución cartesiana pienso luego existo no me convencía demasiado, pues ¿por qué la conciencia de sí mismo había de tener superior estatuto ontológico que una simple piedra? ¿Acaso el pensamiento tenía una mayor consistencia que la materia? En realidad, en el universo, si es que aceptamos la veracidad de su existencia, hay mucha más materia inanimada que pensante, por lo que yo siempre había pensado que la vida, y más concretamente la vida conciente, era un fenómeno sobrevalorado.

 

Recordé cómo llegaba a exasperar a mi novia con estas consideraciones. Lo de dudar de mi existencia y por ende, también de la suya, lo sabía sobrellevar ella con bastante elegancia y buen humor:

 

-         Puesto que es probable que yo no exista, quizá tú debieras pagar la cuenta…-Decía ella sonriente, mofándose de mis penas filosóficas, mientras almorzábamos en un bar.

 

Lo que no soportaba es que dudara de su amor. Ella no entendía el punto de mi desesperación. Yo sólo buscaba algo a lo que aferrarme, algo cierto y seguro, de lo que no pudiera dudarse. Pero lamentablemente, tampoco su amor pasaba la prueba, pues nada me aseguraba que éste fuera auténtico: ¿Y si ella fingía todo el tiempo? ¿Y si, aunque no fingiera, se auto engañara y hubiera otras razones, de tipo inconsciente, oscuras incluso para sí misma? ¿Y si mi entendimiento era de tal naturaleza que se equivocaba siempre que tratase de captar la verdad?

 

Y lo mismo me pasaba con el amor de otras personas en general ¿Cómo estar seguro? ¿Cómo saber que todo no era más que un teatro, o un engaño? ¿Qué prueba, qué demostración fiable e irrefutable podía hallar?

 

Y así deambulaba por la vida en aquellos tiempos, como un ánima en pena, dando vueltas y más vueltas a lo mismo, sin poder concluir nada que me dejara mínimamente convencido.

 

De repente me di cuenta de que había pasado media hora. ¡Maldición! De seguir a este ritmo perdería por tiempo. Habíamos convenido la partida en dos horas y yo estaba empleando media para la primera jugada ¡No podía ser peor! Pero me resultaba ridículo abandonar así, de modo que decidí continuar.

 

A pesar de mi inicio calamitoso, conseguí jugar bastante dignamente y hacer mis siguientes quince movimientos en otra media hora. La partida estaba tensamente igualada. Cualquier ínfimo error podía echarlo todo a perder, así que había que obrar con extremada cautela.

 

-         Se nota que la relación con tu padre no fue nada buena.- Dijo mi rival de repente, arruinando el hermoso silencio en el que se deleitaban con fruición mis oídos hasta ese fatídico momento.

-         ¿Qué? ¿De dónde sacas eso?- Exclamé muy exasperado. Aquel hombre me sacaba de mis casillas,  nunca mejor dicho.

-         Bueno, se nota un cierto temblor en tus dedos cuando mueves una pieza, y el modo de dejarla en el tablero es siempre suave y delicado, no vigoroso y varonil, como sería propio de un hombre. Todo ello me indica que no te identificaste mucho con la figura paterna. ¿O me equivoco?

-         ¿Sabes lo que te digo? ¡Vete a la mierda!- Y totalmente fuera de mí, arrasé todas las piezas de un manotazo, tirándolas al suelo junto con el tablero y salí del club dando un portazo y sin despedirme de mi amigo, y aún peor: sin tomar mi cerveza helada.

 

Una vez en casa hundí la cabeza en mis manos, y apretándome fuerte del pelo que abarrotaba mis sienes, lamenté mi habitual falta de manejo de la agresividad. Recordé lo que mi oponente me dijo en la primera partida: “Veo que eres agresivo”. El maldito tenía razón. A pesar de mi apariencia tranquila y de mi habitual amabilidad y cortesía, por dentro albergaba una jauría de perros rabiosos que de vez en cuando escapaban de la jaula acorazada donde los tenía encerrados.

 

Y es que la represión de la agresividad, junto con otras muchas emociones, había sido una de las notas características de mi educación. En este aspecto, mi padre destacaba por lo estricto y escrupuloso; pues era un obseso de las buenas formas. Las manifestaciones de rabia eran para él pecado mortal y las reprendía y corregía, paradójicamente, a bofetadas. La pena era también censurada, por ser patrimonio exclusivo de las féminas, porque según él, “los hombres no debían llorar”.

 

Su talante enfermizamente exigente lo hacía del todo insoportable, pues crecí con la sensación de que nunca ningún logro que yo realizara, por elevado que fuera, pudiera complacerle. Cuando gané el torneo de ajedrez de la escuela, con tan solo siete años, imponiéndome a chicos de hasta 14, sus únicas palabras fueron: “Debieras dedicarte a estudiar, en vez de perder el tiempo con esos juegos estúpidos. No quiero verte jugando más a esa tontera”.

 

Supongo que por eso decidiría más adelante renunciar a estudiar una carrera para ser jugador profesional. Era una manera de afirmar mi yo frente a la dictadura paterna.

 

En efecto, como acertada y sorprendentemente dijo mi rival del club, no me identifiqué con mi padre, y supongo que por eso, sin ser homosexual, había desplegado capacidades que suelen encontrarse más desarrolladas en las mujeres que en los hombres. En mi caso poseía una extremada y finísima sensibilidad. El problema es que en vez de usarla para conectarme con las emociones de los demás y empatizar con ellos, me reconcentraba en mí mismo en una especie de egocentrismo enfermizo.

 

Estaba claro que el conjunto de mi personalidad era más bien desequilibrado. La ausencia de mi madre (que se fugó de casa cuando yo tenía tan solo tres años) había generado en mí el miedo a ser abandonado por los que me amaban. Quizá por eso me sentía tan inseguro de todo, especialmente en aquellas épocas de mi adolescencia, que antes les relataba, donde un problema en el fondo afectivo, tomaba forma de obsesivas consideraciones filosóficas que no tenían fin y que me sumían en un estado de perplejidad y de ansiedad recurrente.

 

El problema de la educación represora es que acaba generando el efecto contrario al pretendido. La censura de las emociones básicas produce un efecto similar al de tapar la boca de un volcán. La lava encuentra salida abriendo cráteres por donde no corresponde. Por eso en mi adolescencia tuve varios ataques en los que destrocé todo cuanto hallé a mi paso. Recuerdo aquel día en que, disputando una partida amistosa con un compañero, éste, para ponerme nervioso no cesaba de tamborilear con los dedos. Le pedí varias veces que parara, hasta que harto, le estampé el tablero en la cabeza. Tuvieron que ponerle seis puntos de sutura. Creo que fue el primer jugador que consiguió ganar puntos en una partida conmigo. Lo siento por el mal chiste, pero forma parte de mi terapia ver con sentido del humor mis errores y culpas pasadas.

 

La anécdota más sonada fue cuando hacía cuarto medio. En esa ocasión un profesor me insistió demasiado en que repitiera la lectura de un texto. Esa vez volaron pupitres y sillas y casi defenestro al tipo, si no llegan a impedirlo mis compañeros.

 

Es más sano integrar y encauzar que reprimir. Está más que claro. El psiquiatra que veo todas las semanas desde hace un año me ha ido ayudando a darme cuanta de todo esto y a poner palabra y raciocinio a muchos aspectos oscuros de mi psicología, que me habían amargado por años. Creía estar mejorando, pero el último suceso, con mi siniestro oponente, me había desmoralizado de nuevo.

 

Decidí jugar on line para relajarme. Como en otras ocasiones, el ajedrez me servía para limpiar mi mente. Era un mundo tan ordenado y hermoso, tan matemático y perfecto que solo mirando el tablero encontraba paz y descanso. Muchas veces, después de angustiarme por las noticias de asesinatos, violaciones, guerras y demás desastres que traía el diario de la mañana, necesitaba jugar una partida para recuperar el ánimo. En ajedrez todo era lógico y preciso, no había lugar para la irracionalidad y las bajas pasiones. La belleza tomaba forma de inspiradas y magistrales combinaciones, la verdad se imponía por sí misma en cada ventaja posicional o material conseguida y la bondad ligaba todas las piezas uniéndolas al alma humana que traducía en jugadas sus más nobles aspiraciones. Era mi pequeño paraíso.

 

Me fascinaba que ni los computadores más potentes hubieran podido dejar establecidas y analizadas todas las partidas posibles. Según el matemático N. Petrovic, eran aproximadamente: 1018.900

 

Un número inimaginable. Toda la humanidad jugando partidas sin parar durante dos mil años, no alcanzarían a agotarlas todas. Sin embargo me ponía un poco triste el hecho de que no fueran infinitas las posibilidades. Le quitaba algo de divinidad al asunto, y temía que fuera cuestión de tiempo que el ser humano, con el apoyo de sus cada vez más poderosas máquinas, llegara a realizar tal conquista. Aún así, ningún cerebro de homo sapiens podría jamás llegar a memorizarlas todas, con lo que siempre conservaría algo de encanto y de misterio.

 

Me preguntaba a veces, si nuestra vida y sus posibilidades serían también como una posible partida a elegir entre un conjunto también finito de opciones. Y tal vez había alguna especie de Dios o Gran Computador que contenía en su interior todas las posibles jugadas. Me divertía pensando la multitud de posibilidades. Me imaginaba que si en vez de pollo comía pavo, ya estaba viviendo una “partida” posible y distinta a la de haber comido pollo. Y pensaba en cosas así de pequeñas, y también en grandes opciones: Si hubiera estudiado Filosofía en vez de dedicarme al ajedrez, si mi novia no me hubiera dejado, etc. Y me inquietaba pensar el hecho de que tal vez todas esas partidas podrían estar realizadas y analizadas en alguna parte y ser reales y existentes como mi actual vida, al interior de esa mente o computadora divina. Entonces todo cuanto imaginara tal vez podría estar existiendo o había existido ya, o existiría. O quizá todo se desplegara a la vez en múltiples dimensiones…todas estas consideraciones me ponían ansioso y podían absorberme durante horas.

 

Recuerdo que mi pasión por el ajedrez también me trajo problemas con mi novia. La pobre me tuvo demasiada paciencia. Tardó cinco largos años en dejarme, todo un récord, dado el poco caso que le hice. Y no es que no la quisiera o que no me afectara su dolor…el problema es que me abstraía tanto jugando, que llegaba siempre tarde a mis citas con ella. Porque mi concentración cuando juego es absoluta. Eso sí, necesito silencio. Si alguien hace algún ruido puedo perder la cabeza (o hacérsela perder al contrario, como me pasó en el Liceo).

 

Mi novia…qué buena chica era. Realmente linda. Siempre me arrepiento de no haberla sabido cuidar y querer como ella se merecía. Pero qué se le va a hacer. En ese tiempo estaba muy confundido, mucho más que ahora.

 

Mis dudas sobre todas las cosas eran tan corrosivas que la desesperaban. Recuerdo una vez en que me dio un bofetón para que saliera de mi obsesión sobre si existían realidades extramentales o no. Debo reconocer que fue una terapia efectiva. Realmente el dolor simplifica las cosas. Cuando te duele algo, poco te importa si estás soñando o si un marciano verde te ha hecho creer tal suceso, lo único que buscas es algo que apacigüe el sufrimiento. El malestar de un bofetón pasa pronto, pero tuve un dolor de muelas que me hizo sentir todo el peso de lo real con toda su fuerza. Llegaba a chillar de desesperación, pero a la vez estaba contento, pues por fin había hallado una prueba de la autenticidad de mi existencia. No es que fueran unas razones demasiado elaboradas filosóficamente, pero me convencieron. El dolor era real. Me duele, luego existo, fue mi genial conclusión. Cuando se lo dije a mi novia me dijo que estaba loco y me dejó plantado (aunque no del todo, pues todavía tuvimos un año más de pololeo).

 

De hecho yo creo que fue al cortar nuestra relación, cuando descubrí de verdad, que el solipsismo cartesiano no tenía ningún sentido. El ser humano no es solo una sustancia pensante. Ni tampoco una sustancia solamente doliente (como sostenía mi particular y peregrina teoría sobre la condición humana). El ser humano es un ser relacional. Lo que nos da identidad son los otros. Me relaciono, luego existo. No puede haber “yo” sin un “tú”, como reza el personalismo. Es una pena que lo descubriera ya tarde, cuando mi polola había roto ya conmigo, harta de mis rarezas y sobre todo, de mi falta de compromiso. Ahí me di cuenta de lo importante que era ella para mí, y nuevamente el dolor, me hizo pensar con más claridad sobre los fundamentos de mi existencia.

 

Mi novia era una mujer de fe. Cosa que yo, por supuesto, nunca entendí. Ella siempre me decía, que al final, todo eran opciones de fe. Que la fe era una dimensión esencial del ser humano. No se refería a la fe en Dios solamente, sino a la fe como algo necesario para nuestras vidas. Me ponía ejemplos muy claros: de cómo usamos la fe para cruzar cuando el semáforo está verde (confiamos y tenemos fe en que los autos van a respetar la señal). También decía que el amor que las personas nos tienen no puede probarse científicamente y que era una opción de fe creer o no en ese amor.

 

Y me hablaba mucho de cómo la fe en nosotros mismos es la que hace que perduremos en los objetivos que nos fijamos y así otros muchos casos que con brillante elocución me iba exponiendo, hasta que llegaba a la fe en que debía haber un Dios y que éste era bueno y nos amaba, a juzgar por las pruebas o revelaciones dejadas a lo largo de la historia (aunque tampoco podían ser evidencias exentas de ambigüedad, ni demostraciones que pasaran el rigor del método científico, pues era necesario hacer un acto de confianza, como en todas las relaciones de amor).

 

Pero esto de confiar y tenerle fe a las personas, y más si éstas eran divinas, era algo que costaba mucho a mi mentalidad insegura y obsesivamente reconcentrada en la búsqueda de evidencias claras y sin ninguna sombra de duda.

 

Además eso de la vida eterna, de la que ella tanto me hablaba, me ponía muy nervioso. Imaginarme en un mundo sin final me aterraba. ¿Y qué gracia tendría? Me sobrevenía una terrible angustia y temor al aburrimiento. Ahora uno tiene la motivación de realizar sus planes y objetivos más importantes antes de morirse, aprovechar la vida y disfrutar de lo que encontramos placentero mientras se pueda. Pero si no hay final ¿quién se esforzará para nada? ¿Qué sentido tendría luchar por algo? Para mi lógica personal todo tenía que tener un principio y un fin, sino resultaba absurdo, incluso molesto.

 

Como puede verse, la filosofía era otra de mis aficiones. O más que afición, un desesperado intento de hallar soluciones a mis angustiosos e inquietantes problemas metafísicos, afectivos y psicológicos. Era más bien una necesidad imperiosa, no tanto un pasatiempo. O tal vez debiera llamarla obsesión.

 

Lástima que en el Liceo estudiamos tan poquita filosofía…nos pasamos la mayor parte del tiempo analizando la Edad Antigua, sobre todo los presocráticos. Después, en un acelerón, vimos la edad Media y terminamos con Descartes, dejando de lado todos los pensadores posteriores. Vaya desastre. Tuve que ir leyendo por mi cuenta, y los libros en Temuco son tan caros y las bibliotecas públicas tan ramplonas, que mi formación al respecto sigue siendo muy desigual y fragmentada.

 

Recuerdo el alivio que experimenté cuando descubrí a Kant. Lo leí después de haber aprendido algo sobre el personalismo, aunque este autor era anterior a dicha corriente filosófica, pero ya dije que iba formándome al lote, según iba consiguiendo los libros en la Biblioteca de mi sector. Ojala hubiera tenido plata para comprar todo y ahorrarme tanto tiempo perdido en búsquedas, pero comprarse un libro en Chile es algo reservado a los ricos, por sus precios astronómicos.

 

Con Immanuel Kant me di cuenta que desde Tales de Mileto hasta él, todos los filósofos habían pecado de un ingenuo realismo. Se preocuparon de la realidad y de buscar su principio explicativo, pero ninguno se percató del papel de filtro que juega nuestra mente a la hora de percibir lo que nos rodea.

 

Esa es la genialidad del famoso filósofo alemán. Según él, lo que la realidad es en sí es misterio (noúmeno, usando sus palabras) y lo que de ésta percibe nuestra mente es el fenómeno o manifestación visible y perceptible del noúmeno. Lo encontré genial. Kant me ayudó a entender aún mejor a mi novia y sus argumentos. La fe seguía entonces un camino diferente al de la ciencia. La fe, la metafísica, se sitúan en el plano de los noúmenos, mientras que la ciencia se ocupa de los fenómenos.

 

Ese había sido mi problema de siempre, mezclar indebidamente ambos campos. Yo le pedía a la ciencia que me demostrase la veracidad de la fe, y eso era tan imposible como pedirle a la fe que explicara cómo funciona el mundo natural y sus leyes. La Ciencia debe ocuparse de aclarar cómo funciona el universo, la Fe dedicarse a explicar qué sentido tiene que haya un universo. Sobre los noúmenos solamente son posibles las creencias y las suposiciones, es decir, las personales opciones de fe. En cambio los fenómenos son observables, medibles, cuantificables y por lo tanto aprehensibles mediante el método científico.

 

La teoría Kantiana me servía también para mis problemas con el amor de las personas y su veracidad. Lo que una persona es, incluido el amor que tenga por mí (que es lo que más me había preocupado siempre) es un noúmeno. Las manifestaciones de ese amor en detalles, conversaciones, gestos y toda clase de expresiones o revelaciones, son fenómenos. A partir de los fenómenos puedo inferir algo de cómo debe ser el noúmeno que hay detrás, pero sigue siendo misterio, y solamente puedo creer o no en su existencia, pero nunca pretender demostraciones científicas del mismo, ya que no pertenece al campo de lo empírico.

 

Después de mis particulares estudios sobre Kant, lamenté nuevamente no haberlo leído antes de que mi novia me abandonara.

 

Aunque en el fondo, no creo que las cosas hubieran sido muy distintas en nuestra relación, por el hecho de haber conocido a Kant. Porque en efecto, de comprender que la fe es algo razonable, a vivirla con todo el corazón hay mucho trecho. Después de tanto, tiempo, todavía sigo sin creer que haya un noúmeno divino creador de todas las cosas. Continúo dudando del amor de las personas y también de mí mismo y de mis posibilidades de alcanzar un mínimo grado de felicidad en la vida.

 

No sé para qué le pago tanto a mi psiquiatra. De momento sólo he conseguido poner palabras y comprender mejor todo cuanto he sido y vivido hasta ahora. Domino las causas de mis traumas y hasta podría escribir ensayos de psicología, pero hasta ahora, no encuentro que eso en sí mismo, me haga vivir mejor. Es como saber por qué te duele algo, pero no te dieran el remedio para sanarte. ¿Habría algo que pudiera aliviar los terribles dolores de mi alma?

 

De pronto, me di cuenta de la cadena de disquisiciones que mi oponente me había generado. ¿Quién sería aquel enigmático y oscuro tipo? Parecía un personaje salido de una novela o película de terror. ¿Sería alguna especie de demonio encarnado? Tomé conciencia de que ni siquiera le había preguntado su nombre. Decidí dejar de pensar en mi pasado y concentrarme de nuevo en la partida del día siguiente. De alguna manera sabía que mi rival volvería. Tendría que disculparme por mi acción violenta y pedirle otra partida. Pero estaba dispuesto a tragarme mi orgullo con tal de volver a jugar con él.

 

Empecé a pensar en cómo enfocar la partida. Le di vueltas y más vueltas. No se me ocurría nada. Me fui a dormir, con una punzante sensación de fracaso. Saqué del armario una foto de mi antigua novia. No sabía por qué, aquella noche me apetecía quedarme dormido mirándola, como hacía cuando todavía éramos pareja.

 

Cuando desperté al día siguiente, supe claramente cómo obrar. Me di cuenta de que pensar en mi querida ex novia el día anterior, me había hecho comprender la esencia de todos mis errores con  mi contrincante y decidí la apertura con la que salir.

 

A eso de las cuatro, volví al club, como hacía siempre. Mi oponente estaba esperándome en el sitio acostumbrado.

 

-         Espero que hoy no juguemos al tablero volador.- Me dijo con una sonrisa sarcástica.

 

-         No, no te preocupes. No volverá a pasar. – Con esto consideré que ya me valía de disculpa y él me ofreció las blancas, según su costumbre y como yo ya esperaba.

 

Entonces hice la jugada que debía hacer hecho siempre: “e4”. Eso era. No amedrentarme ante él ni ante nadie, ser yo mismo y vencer la inseguridad teniéndome “fe” a mí mismo, tal y como me hubiera recomendado mi antigua novia.

 

Mi adversario se mostró sorprendido (lo noté en el modo de arquear sus cejas). No se esperaba que hiciera una jugada de las que él ya se había burlado y con la que anteriormente había sido yo derrotado. A medida que avanzaba el juego, su prepotencia parecía desbancada y hasta me pareció que le temblaban los dedos cuando depositaba la pieza en la casilla correspondiente. Finalmente se rindió, ante mi abrumadora ventaja. Fue una de las partidas más brillantes que he jugado jamás.

 

Mi rival se levantó sin decir palabra (él que era tan elocuente y mordaz), me dio la mano en señal de felicitación y se fue.

 

Fui a celebrar la victoria con mi amigo del bar.

 

-         ¡Una cerveza helada, cierto?- Me preguntó.

-         ¡Por supuesto!- Dije con alegría.

-         Oh, veo que hoy estás de buen humor. Ayer en cambio te marchaste muy enojado… ¿Te pasó algo? Tuve que recoger todas las piezas y el tablero, que estaban tirados por el suelo…

-         Ah… lo siento. Sí, verás, ese tipo, el que estaba conmigo en la mesa donde yo me siento siempre. Me puso muy nervioso.

-         ¿Tipo? ¿Qué tipo? Llevas varios días jugando tú solo… supongo que estudiando jugadas para tu próximo torneo… ¿Me estás bromeando con lo del tipo, cierto?

 

Su frase me cayó encima como un jarro de agua más fría que la cerveza. No, no era posible, otra vez no. Me despedí de él abruptamente y llamé al celular de mi psiquiatra. Me citó para el día siguiente.

 

Después de conversar con él, me quedé más tranquilo, si es que se puede llamar tranquilidad a esto. Al parecer, nuevamente había inventado un personaje. El jugador contra el que me había enfrentado en los últimos días era solo imaginario.

 

La enfermedad que padezco se llama esquizofrenia, y aunque mantengo una cierta normalidad, de vez en cuándo tengo brotes en los que alucino y creo que existen personas que son solamente producto de mi imaginación. Según mi psiquiatra, esto me pasa cuando me desequilibro, y el personaje inventado tiene la función de que vuelva a recuperar la armonía perdida. Cuando todo está en orden, el personaje desaparece y vuelvo a reconquistar la noción correcta y objetiva de la realidad. En esta última ocasión, el personaje inventado me había servido para adquirir más seguridad ante el campeonato del mundo que estaba preparando. También era una consecuencia del estrés y del exceso de ansiedad que dicho torneo me producía.

 

El psiquiatra tiene comprobadas todas las personas que de verdad conozco. Cuando tengo sospechas sobre si una persona que yo creo real sea imaginaria, entonces dejo todo cuanto estoy haciendo y voy a la consulta. El doctor me dice si tiene documentada su existencia.

 

Nuevamente me ha recomendado más vida social y menos horas de ajedrez, para evitar que vuelvan más desequilibrios. Me dejó bastante pacificado saber que mi amigo del bar y mi antigua novia, sí eran reales.

 

En el fondo, aunque estaba algo decepcionado porque mi mente hubiera vuelto a las andadas (pese a la terapia y las medicinas tomadas), me alegré de que aquel cretino insoportable con el que había jugado últimamente, no existiera.

 

El método de cerciorar identidades con el psiquiatra era bueno y siempre tenía que hacerlo cuando conocía alguien nuevo. Él se preocupaba de investigar si era o no fruto de mi imaginación. Lo malo es que a veces, como en esta ocasión, tardaba en darme cuenta. El problema es que no tomo conciencia hasta que alguien me dice que una persona que yo digo conocer, no existe. Ese es el detonante que me permite comprender lo que en verdad está sucediendo.

 

La única falla de este sistema terapéutico, lo que a veces me recome e inquieta es ¿Quién puede asegurarme que mi psiquiatra sea real? ¿Con quién cerciorarme de esto, sin entrar en una cadena de dudas sin fin? Porque también la persona encontrada para certificar la veracidad de éste, podría ser falsa. Pero entonces recuerdo a mi ex novia y opto de nuevo por creer en la real existencia de mi médico.

 

Al final, no es posible otra cosa, más que optar por creer aquello que te produce mayor paz y bienestar en el corazón. Pues… ¿Qué gano con creer en cosas que me perturban y me dejan angustiado? Prefiero la cerveza helada de las convicciones de fe que me aconsejaba mi ex novia, al agua estancada de mis inseguridades y miedos inquietantes y paralizadores. Tengo fe, luego existo, sería mi nuevo paradigma. Al menos tengo fe en que mi psiquiatra existe, en mí mismo y en mis posibilidades de ganar el campeonato del mundo y en la existencia y la amistad de algunas personas (aunque pocas). Tal vez en un futuro, termine teniendo también fe en un Dios bondadoso, como le hubiera gustado a mi ex novia…

 

Por cierto, citar antes el rico y artístico fruto de la cebada, me recuerda que le debo una explicación a mi amigo del bar.

 

Qué bueno que existan él y su exquisita cerveza helada.


 


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